“El corrector siempre tiene razón”. Se colige que los escritores nunca siguen todos los consejos del corrector o correctora, porque todos han pecado y no alcanzan la perfección editorial. En otras palabras: escribir es humano y corregir divino.
Stephen King
Mientras escribo
Para saltarse la norma debemos saberla, diría mi maestra de corrección de textos y, años después, yo se lo diría a mis alumnos, no solo a los de corrección. Para continuar con este artículo, es necesario citar a Antonio Martín: “El perfil del corrector de textos es una mujer”. Partiendo de esto, utilizaré el femenino como genérico inclusivo en vez del masculino.
Quienes leemos sabemos de la existencia de quien escribe, “edita”, traduce, diseña, ¿pero quien corrige? A veces ni siquiera nos incluyen a las correctoras en los créditos, o aparecemos como “equipo editorial”.
Las profesionales que nos dedicamos a la corrección somos diversas: abogadas, profesoras, biólogas, matemáticas, filósofas, lingüistas, filólogas, traductoras. Sin embargo, todas estamos unidas por un gusto tremendo por la lectura. Dedicarse a la corrección de textos es algo así como dedicarse a la medicina o la docencia: se necesita de mucha mucha vocación porque estar sentadas frente a los textos buscándoles la quinta pata requiere de concentración, perfeccionismo (al que nunca llegaremos, seguramente), tensión, especialización, pinzas. Tal y como se dedicaría, en una sala de operación, una médica cirujana, solo que nuestros pacientes son palabras, oraciones, párrafos. Tal y como una médica, nuestro paciente debe quedar como que nada pasó por ahí, como que nunca estuvo enfermo, como que nunca lo curamos.
Diría Barthes: “El texto nos elige mediante toda una disposición de pantallas invisibles de seleccionadas sutilezas: el vocabulario, las referencias, la legibilidad, etc.”. Es comprensible que no se vea el trabajo de la corrección de textos porque, nuestra máxima como profesionales, más allá de dejar un texto casi sin errores, es no permitir que se note de que alguien, que no es el escritor, metió la mano en el escrito. Ser invisibles es nuestro trabajo.
Me encanta cómo José Saramago en la Historia del cerco de Lisboa osó en escribir un libro acerca de un corrector de textos lleno de comas en reemplazo de los puntos seguidos: hermoso. sublime. disruptivo. irónico. Saramago sabe que las correctoras somos más que el prescriptivismo impuesto por la norma, tenía el total conocimiento de que la corrección no solo es poner puntos y comas a las oraciones, arreglarlas, darles sentido, poner tildes o “solo una leiidita” como dirían muchos de mis posibles y nunca aceptados clientes de corrección de textos. En este libro, José describe el oficio solitario de la corrección. A menos de que no seas una correctora de mesa o de editorial en oficina, la correctora de textos trabaja desde su casa, con su ordenador; con diccionarios en línea (pocas tenemos la suerte de tener nuestros libros de consulta a la mano y en físico); con sus compañeros de trabajo: las plantas, los perrhijos, los gatos; con el WhatsApp a la mano por si ocurren dudas en el camino; con harto café para combatir el sueño que se asoma entre líneas; con un marcador rojo por si corregimos en papel; con el deleátur a la mano; con el control de cambios encendido; con el correo; las facturas; los informes de corrección; con la obsesión de que todo vaya perfecto, aunque sepamos que esa batalla la tenemos perdida.
Las correctoras vivimos en permanente aprendizaje (como las médicas cirujanas). Recién en la actualidad han surgido institutos o universidades que dictan diplomados o cursos de educación continua en corrección de textos. Pero me permito hablar por mis colegas: quienes nos dedicamos a la corrección tenemos un gusto tremendo por el autodidactismo, vivimos en constante aprendizaje. Y aquí cito nuevamente a Saramago:
Podría presentarse como autodidacta, producto de su propio y digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antes la sociedad se enorgullecía de sus autodidactas, Eso se acabó, vino lo del desarrollo y se acabó, los autodidactas somos vistos con malos ojos, sólo quienes escriben versos o historias para distraer están autorizados para ser y seguir siendo autodidactas, suerte que tienen, pero yo, se lo confieso, nunca tuve maña para la creación literaria.
Y se los confieso, yo no tengo maña para la creación literaria, escribir me cuesta, crear me cuesta. Muchos de mis colegas (con excepción de quienes publican sus propios libros, mi ovación a ellos) coincidimos en algo: tenemos el estilo casi casi borrado. Nos volvemos sistemáticos, prescriptivos por más descriptivos que quisiéramos ser; aburridos, diría yo.
“Iba a clases, conseguí el trabajo de correctora en una editorial (pésimamente pagado)” reza una frase de los Detectives Salvajes de Roberto Bolaño. Nada alejado de la realidad. Las muchas editoriales ecuatorianas minimizan el trabajo de corrección, los clientes que no pertenecen a las editoriales creen que “solo es leer”. El problema del trabajo intelectual es que, como no es un bien tangible, piensan que es gratis. También existen los colegas que, al no encontrar encargos, permiten que las editoriales exploten su trabajo. Para el mundo editorial todo lo puede la inmediatez, y ponen a correr a la correctora, pero sabemos que eso solo traerá una maldición: un texto hecho con prisa solo estará plagado de erratas.
Estoy totalmente convencida de que este artículo está lleno de erratas, que el patrono demoníaco de los errores ortográficos está presente en estas líneas porque afirmo y reafirmo: hasta los correctores necesitamos de un corrector. Corregir es divino, como lo dice King, porque quién más que una deidad para exorcizar el lugar en donde habita un tal Titivillus demonio patrono de los gazapos ortográficos.
Es difícil trabajar en el campo editorial en un país que no lee (de más está citar estadísticas que no vienen al caso). Como profesionales, no tenemos una figura de corrección en el Catálogo Nacional de Cualificaciones del Ministerio del Trabajo, a muchas correctoras de mesa (medios de comunicación) nos pagan con la figura de periodista. La mayoría de correctoras, además de ya tener una remuneración injusta, tenemos que facturar, pagar impuestos (incluida la famosa patente municipal), luz, internet, agua, servicios de suscripción de paquetes de software, seguro médico, alimentación, vivienda, entre todo lo necesario.
En Ecuador existe la Asociación de Correctores de Textos del Ecuador que intenta, en lo que ha podido, estandarizar tarifas de corrección para que nuestra labor no sea tan mal pagada; asimismo, trata que nuestra profesión sea un más visible y levantó el perfil de las correctoras junto con las instituciones estatales, sin embargo, no existe un operador que pueda certificar las competencias de quienes nos dedicamos al oficio, y el proceso está detenido. Además, procura que sus miembros estén capacitados para que puedan exigir un pago digno por un trabajo de calidad. Estoy convencida de que no solo quienes corregimos nos enfrentamos a estos bemoles, sino que toda la cadena editorial vive a diario el mal pago, atrasado y escaso de las editoriales y demás actores que requieren de nuestros servicios.
En la literatura ecuatoriana del siglo XXI, las correctoras hemos sido testigos de la evolución de géneros como el ensayo y la narrativa, que reflejan las inquietudes contemporáneas de los autores locales. La narrativa, con exponentes como Gabriela Alemán, Javier Vásconez o María Fernanda Ampuero, se ha caracterizado por un estilo cuidado y profundamente introspectivo, que exige una labor minuciosa por parte de las correctoras para preservar la autenticidad de la voz del autor mientras se garantiza la claridad y coherencia del texto. En el ensayo, figuras como Raúl Vallejo y Leonardo Valencia han abordado temas políticos y culturales, donde la precisión en el uso del lenguaje y la argumentación son fundamentales.
Corregir estos textos implica no sólo un conocimiento técnico del lenguaje, sino también una comprensión profunda del contexto literario y cultural en el que se inscriben. Cada palabra, cada pausa, cada estructura narrativa o argumentativa es revisada con la atención meticulosa que el texto demanda.
A pesar de todo, las correctoras le tenemos devoción a nuestra profesión, seguimos al pie del ordenador, con todo el amor a las letras, trabajando para que los textos que llegan al público (nuestro cliente final) sean los idóneos, porque, a pesar de ser (oh)diosas, no alcanzamos del todo la perfección que las editoriales y todos nos exigen.
La próxima vez que tengan un libro o cualquier texto en manos vayan a los créditos, miren si figura quien trabajó en la corrección, y si no lo encuentran, piensen en las correctoras y préndannos una velita, que seguramente pasamos por ahí.
Pongan una correctora en su vida.
por Elizabeth Salgado Coronel
Correctora de estilo