Bueno, hay que contar la historia desde el principio. Me dedico a la música desde 1995; con 15 años empecé como vocalista de una banda junto a un compañero del colegio y su vecino. Desde el inicio hicimos música que no se podía tocar en los programas colegiales por su contenido contestatario y por la estridencia de nuestro sonido. Con el tiempo, vinieron proyectos como Mortero, Sudakaya y mi carrera como solista bajo el nombre artístico de Guanaco, que comenzó en 2001.

En esas épocas ahí por el 97, solo por el hecho de hacer música, pensar distinto y tener códigos de vestimenta diferentes, en una ciudad como Ambato éramos la opción número uno para incriminar cada vez que sucedía alguna novedad en el cantón, o para impedirnos la entrada a las discotecas de moda y a las fiestas a las que no pertenecíamos. Éramos caldo de cultivo para autoridades, curuchupas, chismosos e, incluso, en alguna ocasión, la prensa nos señaló con el dedo. Me culparon en varias ocasiones de cosas que nunca había hecho, o me detenían los policías en la calle, de la nada, por mi manera de vestir, por promover en nuestros shows la legalización del cannabis o, no sé, por qué otra razón.
En esos tiempos fui, en más de una ocasión, maltratado, apresado, sobornado, golpeado y perseguido; y para nada es una exageración. En esta ocasión no quiero entrar en detalles sobre esos sucesos y esa etapa —creo que es tema para otro artículo— porque hoy es otra la historia que quiero contarles. Pero todos esos hechos, seguramente, fueron el combustible primario para que hoy nos dediquemos al trabajo comunitario. Ser incomprendidos y tomar la decisión de refugiarnos en la creatividad y en la disciplina del arte tiene mucho que ver con esos sucesos: o nos volcábamos al arte y desde ahí demostrábamos quiénes éramos, o les creíamos a los adultos y a su caduca narrativa y sucumbíamos al miedo y al prejuicio impuesto.
Otro suceso no menos relevante para esta historia fue haber conocido a Belén Lara —hoy mi compañera de vida y el otro 50 % de la fundación BeGu—. Junto a ella, en el año 2001, empezamos a gestionar los recursos para poder sacar nuestro primer disco: Lecciones de Saña y Maña (2004). El camino siempre fue cuesta arriba; en esos tiempos, tener el recurso para acceder a un estudio de grabación y poder mandar a fabricar un CD —que era el formato prevalente de la época— era muy costoso, al menos para dos jóvenes.
Pero nada nos iba a detener y estábamos decididos. Trabajamos en fábricas, lavanderías, hoteles; Belén y yo hacíamos golosinas en casa y las vendíamos en oficinas. Organizábamos por lo menos dos conciertos al mes, con el espíritu altivo del «Hazlo Tú Mismo»: pegábamos afiches en la calle con engrudo, llevábamos el sonido, cobrábamos la entrada, tocábamos y desarmábamos los equipos con la ayuda de nuestros amigos, todo con el fin de sacar adelante ese disco.
Y aunque nunca lo vimos como un sacrificio, porque siempre nos motivó el ímpetu juvenil, el amor al arte y las ganas de hacer gestión cultural, ahora que hemos tomado distancia y lo podemos ver desde otra óptica, podemos decir que sí fue mucho trabajo.
El esfuerzo rindió frutos. En 2007, justo al convertirnos en padres, logramos al menos sobrevivir de nuestro esfuerzo en el arte. Nuestro proyecto «Guanaco» era autosustentable y, desde entonces, hemos logrado vivir bien y sacar adelante nuestro hogar con la música; no como superestrellas, pero sí como dignos obreros del arte.

Todos estos hechos fueron el motor que nos impulsó a empezar a hacer talleres: buscar, de alguna manera, que sea más fácil hacer música —o cualquier tipo de expresión— en este país, que otros tengan esa oportunidad que nosotros tuvimos y por la que tanto luchamos, y, sobre todo, compartir con la gente la acción creativa, que muchas veces se ve desde afuera como un mundo elitista, hermético y distante, pero que en su forma más esencial es volver a ser niños y crear sin miedo, sacar lo que llevamos dentro mediante la expresión artística.
Así, en el año 2009 comenzamos a hacer talleres de arte con un grupo de amigos que amaba la cultura Hip Hop. Motivados por los textos de KRS-One, queríamos devolverle a esta cultura lo que nos había brindado. Este movimiento trata de compartir el conocimiento y de darle un micrófono, un aerosol, un espacio a las personas que lo necesitan, sin importar su procedencia, raza, condición, etc. Siempre creímos que el arte puede cambiar la vida de las personas, no porque la frase suene bonita —lejos del cliché—, sino porque lo vimos pasar en nuestras propias vidas.

Nos lanzamos a hacer nuestro primer taller, lo recuerdo con especial cariño. Fue en el Centro de Adolescentes Infractores de Ambato, un lugar por donde alguna vez también pasé y al que siempre quise regresar, pero desde otra posición, desde otra óptica: para compartir un poco de lo que sabía hacer. Ahí grabamos junto a los muchachos Alianza Hip Hop para las Calles Vol. 1, un álbum donde los guambras pudieron rapear y expresar sus anhelos, sus sueños. Algunos, en sus letras, le pedían perdón a sus mamás; otros les pedían una explicación.
Mi hermano Francisco, por esas épocas, estudiaba diseño e hizo que los asistentes construyeran una maqueta que luego fotografiaron y se convirtió en la portada del álbum. Jimmy Yar, de la Rocket Crew, les enseñaba break dance; Vico (DDG) y Pedrito, de la agrupación Gogol Bordello (NYC), que por vacaciones se encontraba en el país, ayudaban con la grabación de audio y video.
Ahí, en ese lugar, te dabas cuenta de que cualquiera de nosotros puede estar en esa posición, que un mal momento, un accidente, una carencia, una mala decisión, un impulso, un entorno no adecuado o una injusticia te puede llevar a ese lugar. A ese lugar en el que nadie quiere estar y al que todos damos la espalda, ese lugar al que todos señalan pero nadie comprende, y que desde afuera se juzga con superioridad moral y mirada inquisidora.
Ellos eran niños. Niños sin suerte, sin el privilegio, principalmente, de un papá o una mamá que se preocupe por lo mínimo. Porque no somos ni buenos ni malos: somos las decisiones que tomamos impulsados por el entorno. «El mundo no está en peligro por las malas personas, sino por aquellas que permiten la maldad”, Albert Einstein.

Y en ese taller nos dimos cuenta de que también éramos beneficiarios, que aprendíamos más de lo que enseñábamos, que nuestro arte era valorado y, más que nada, que ese arte tenía un uso práctico. Ese arte que, muchas veces, desde afuera puede ser visto como un capricho, como una búsqueda ególatra de reconocimiento, o como una persecución patética por el aplauso, los views y los likes, en este entorno adquiere otro valor: se transforma en herramienta, en un lazo de conexión entre unos y otros. Nos hace aprender juntos del error, nos ayuda a reírnos de nosotros mismos, nos permite conectar con el otro, nos ayuda a desahogarnos, nos arranca una lágrima.
Porque el arte, en comunidad y en este tipo de procesos, no está motivado por la vanidad de conmover al público; se aleja del entretenimiento, de la farándula, de la cháchara. Ahí, el arte no es complaciente ni dócil: es imperfecto, como la vida misma. Está cargado de sonrisas, pero también de cicatrices. Se mueve por las ganas de expulsar ese nudo que guardamos en la garganta, y, sin saberlo, la recompensa es poder tocar la libertad, aunque sea por un momento. Porque, más allá de las paredes, la verdadera cárcel es mental. La actividad creativa se convierte en un ejercicio de perdonarnos a nosotros mismos por todo lo que hacemos y nos decimos, fundirnos con la nada por un instante simplemente no pensar en lo que nos aqueja en la cotidianidad; nos ayuda a ser movimiento, a ser una comunidad unida por el acto creativo.
Todas estas palabras, que intentan describir lo inexplicable, seguramente rayan en lo cursi. Solo quienes han vivido estos procesos pueden guardar el verdadero sentido de esos ejercicios creativos para su propia reflexión. Por eso, invito al lector a vincularse con el arte, sin importar si se tiene un talento o una pretensión dentro de la industria artística. El arte es como un gimnasio para la mente y una puerta para el espíritu. «El que lo sabe lo siente, el que lo siente lo sabe», proverbio rastafari.
En estos 16 años no hemos parado. Hemos realizado talleres en ciudades tan diversas como Nueva York (Brooklyn, Queens), el barrio Balerio Estacio en Guayaquil, Riobamba, Esmeraldas, Azogues, Cuenca, Lago Agrio, Tulcán, Quevedo, Ibarra, Pujilí, Ambato y en numerosos barrios de Quito (Ciudadela Ibarra, Cumandá, La Roldós, Pisulí, Cotocollao, Carcelén, el Centro, Conocoto).
Hemos trabajado con poblaciones muy diversas: madres migrantes junto a sus hijos, pandillas, jóvenes de barrios, estudiantes escolares, colegiales, universitarios, personas en proceso de rehabilitación, personas en movilidad humana, talentos en desarrollo, artistas, pueblos y nacionalidades afro e indígenas, personas privadas de libertad, entre otros.
Hemos grabado en construcciones, baños, cárceles, casas barriales, teatros, coliseos, aulas, canchas, estudios de grabación profesionales y home studios. Lo hemos hecho con fondos o, a veces, con las uñas, pero siempre con el objetivo de entregar bienes culturales de alta calidad y generar empleo para artistas y técnicos de las industrias culturales.
Algo que distingue a nuestros laboratorios artísticos es que siempre ofrecen resultados tangibles: murales, obras pictóricas, piezas teatrales, álbumes de música, canciones, coreografías, videoclips, espectáculos en vivo, documentales, entre otros productos.

Estos laboratorios han evolucionado y ya no se limitan al Hip Hop: nuestros talleres ahora abarcan un panorama multidisciplinario de las artes —teatro, producción musical, danza, video arte, fotografía, danza afro, enseñanza de instrumentos musicales, entre otras disciplinas—. Siempre estamos abiertos a ampliar nuestros horizontes y colaborar con grandes artistas que conecten con las comunidades y lleven los resultados al siguiente nivel.
Llevo haciendo música de manera constante en escenarios desde 1997; son 28 años en los que nunca he parado. He realizado 17 álbumes en diferentes proyectos musicales y aproximadamente 200 composiciones. Creo que gran parte de haber resistido esa cantidad de trabajo, las cambiantes exigencias de la industria musical y las precarias condiciones de la autogestión en nuestro país se las debo a haber encontrado un sentido en mi vida que va más allá de crear para mí, para un público, por una tendencia o una exigencia de la industria. Agradezco la oportunidad que la vida me dio de poder trabajar con comunidades, ahí encontré el sentido.
El trabajo en grupo te ayuda a descifrar los comportamientos que tenemos en sociedad, te integra, te hace sentir parte de un grupo, te obliga a pisar con los pies bien puestos sobre la tierra y te permite mirar el panorama tanto desde dentro como desde fuera. Te hace relacionarte constantemente con gente más joven y mayor que tú, que te enseñan un montón de cosas, te hace aprender a envejecer con dignidad, a ponerte en la posición correcta, a darte tu lugar, a liderar cuando se necesita, a dar un consejo cuando alguien te lo pide y a pedirlo cuando te es necesario.
El trabajo en grupo me despabila del abrumador trabajo de artista solista, me rompe el cajón del artista incomprendido, minimiza mis problemas cotidianos, mis crisis creativas y me hace valorar las pequeñas cosas de este mundo. Yo no soy un activista, ni un luchador por los derechos humanos, ni mucho menos una figura pública intentando hacer servicio social. Solo soy un artesano hacedor de canciones que entiende que, para escribir, hay que vivir, y que, para vivir, hay que compartir. Hay que ensuciarse las manos, trabajar en minga, cuestionarse y, a veces, caer en crisis existenciales, pero siempre entender que no estamos solos y que nos reflejamos en el resto. La música es mi templo donde me refugio del mundanal ruido.
Nuestra metodología, ha sido forjada a base de años de experiencia, prueba y error, se basa en ofrecer un espacio de laboratorio abierto, en el que todos los asistentes, sin importar su nivel de experiencia, son reconocidos y respetados como sujetos creativos. En estos laboratorios se aplica un enfoque participativo, práctico y socioeducativo, que permite a los jóvenes no solo desarrollar habilidades técnicas, sino también fortalecer sus capacidades comunicativas y socioemocionales.
Dado que las metas de estos laboratorios son de alta exigencia, la disciplina, la entrega y el trabajo en equipo se convierten en pilares fundamentales. El objetivo es la creación de bienes culturales de calidad en un tiempo limitado, y para lograrlo es indispensable la colaboración y el compromiso de todos los participantes.
Los espacios de aprendizaje se estructuran de manera colectiva, integrando la escritura, el dibujo, la improvisación y la grabación según sea el caso, con ejercicios de reflexión crítica sobre la identidad, la realidad social y la cultura. Además, se profundiza en ejes educativos transversales de interés comunitario, tales como la prevención del consumo de drogas, los derechos de las personas en situación de movilidad humana, la salud mental, la promoción de la cultura de paz, entre otros.

Las historias por contar de cada proceso son innumerables, y el papel se queda corto para abarcar todo lo vivido. Por eso, quiero culminar invitándolos a ser parte de estos procesos, tanto como beneficiarios como docentes. Si ven alguna convocatoria promovida por Fat Flow Music o Fundación BeGu, no duden en contactarnos. Estaremos encantados de seguir trabajando en comunidad.
por Guanaco