El fin de este oficio será el mismo día en que se extinga la humanidad. Este oficio de narrar mediante la escritura, o sea, dibujar grafemas. Los huesos, en sus diferentes estados, relatarán nuestra última aventura detallando el lugar de la memoria final.
Este es el oficio más antiguo de los seres humanos y no aquel otro, como se dice combinando descaro, mojigatería y remilgos éticos. El narrador, hombre o mujer, de lo que sea, cuenta historias de ánimas y ánimos, genealogías, eventos sin trascendencia, versifica la realidad, descubre para la comunidad lectora aquellas vidas que hacen falta y él o ella habla de tiempos parecidos y distintos, en el idioma propicio y con la cantidad de palabras necesarias para no extraviar veracidad ni estética.
El oficio artístico de narrar produce satisfacciones inenarrables. ¡Qué paradoja! Quienes pintan disponen de una abigarrada representación de imaginería consiguiendo de un solo relato interpretaciones discutibles. Pero los dedicados al oficio de narrar, mediante la palabra escrita, tienen el generoso empecinamiento de dialogar o monologar hechos y dichos. Es el oficio humano más pedestre de cuantos hay, porque se anda y se camina, mientras más se anda más se camina.
Oficiar el hecho en su propio génesis y de ahí a crear personajes. Cuando es ficción, la esplendidez literaria es sostener la verosimilitud de la narrativa. Es suma de siete maravillas más una. El resultado es satisfacción placentera, si ese fuera el caso, de la comunidad lectora. Y distintos aprendizajes quedados en la memoria emocional.
Algunos tenemos una superstición inverosímil para suponer que se nace con el oficio. Ocurre un día de júbilo primario, el profesor (o la profesora) llama aparte al niño (o la niña) para preguntarle si ese escrito es de su autoría. Si no es policía de la creatividad temprana felicitará a la niña o al niño y catalizará la semilla narrativa. Y también a la lectora o al lector. Aunque no todo lector es narrador de oficio, al revés no hay narrador o narradora, de oficio, sin la trashumancia de la lectura.
Después se adquiere ciencia y arte del oficio. Al respecto, el poeta Antonio Preciado Bedoya sentenció: “para escribir buena poesía y aprender matemáticas hay que conocer el idioma”. Dicho axiomático. La elección de palabras indispensables, su precisión gramatical y esa armonización conceptual para que no se pierda la técnica del relato ni su condumio estético. Más preciso en la poesía y más relajado en la novela.
La palabra (valga el singular totalitario) se libera, pero con las riendas necesarias del buen decir o escribir. La palabra suelta describe el tema, resuelve el dilema y organiza las ideas en apreciable y comprensible sistema. Las palabras no caen de la boca o se desparraman en una hoja de papel (o en la pantalla de laptop) solo para decir aquello que es necesario. Hay otra necesidad superior: describir vidas. Muchas vidas con el oficio perpetuo de narrar.
por Juan Montaño
Escritor