“Se eu soubesse que tu vinhas, mandava varrer a estrada
Pingava pingo de cheiro
Sereno da Madrugada
Eu não sei de onde vens
O importante é que tu veio
E estas nesse momento
Bem aqui no nosso meio”1
— Mestre Chico Malta y Mestre Silvito – Carimbó del Oeste del Pará, Amazonía brasileña
La formación sociocultural brasileña, según la pensadora Lélia Gonzalez, se basó en las matrices culturales africanas, indígenas y europeas. Esa misma interinfluencia entre culturas —como ella la llamó— dio origen a lo que hoy conocemos como fiestas populares brasileñas, a las cuales Lélia dedicó un libro entero. Y sin embargo, el imaginario brasileño sobre sí mismo sigue siendo urbano, concentrado en el sudeste del país, específicamente en Río de Janeiro y São Paulo. Este imaginario se retroalimenta de políticas e inversiones que acentúan la concentración de renta, recursos y representatividad en el debate nacional e internacional. Lo rural en Brasil es, a veces, misterioso y frágil; a veces, improductivo, detenido en el tiempo y, por lo tanto, una amenaza para el “futuro”. Un lugar del cual salir, en busca de oportunidades, un exportador de mano de obra precarizada, pero fundamental.
Lélia tomó prestado del psicoanálisis el término recalque para explicar este fenómeno: “Lo que se constata es que el sincretismo cultural brasileño está constituido sobre un recalque de las matrices negras e indígenas. Estas manifestaciones culturales resisten, insisten y se hacen presentes a pesar del intento de borramiento”. Recalcar, en este contexto, se refiere a un proceso estructural de exclusión y silenciamiento, en el que ciertos elementos culturales —en este caso, los saberes, expresiones y valores de los pueblos negros e indígenas— son deliberadamente borrados, inferiorizados o desplazados al plano del inconsciente social y político de la nación brasileña.Incluso siendo la base de la cultura nacional (en la lengua, la música, la comida, los cuerpos), estas manifestaciones fueron históricamente tratadas como inferiores, peligrosas o primitivas. Pero basta pasar unas horas en un contexto no urbano para sentir en el cuerpo la potencia y sabiduría que los territorios y comunidades poseen en la creación de mundos que se construyen en los márgenes del colapso, y que por ello mismo tanto tienen que enseñarnos. En febrero de 2025, participé en el encuentro Voces de la Cultura por el Clima, organizado por People’s Palace Projects, Amazônia de Pé y la Asociación de Mujeres Indígenas Suraras del Tapajós. Durante la semana que pasamos en territorio Borari, en Alter do Chão, Pará, sentí, escuché, bailé y comprendí con todo mi cuerpo la centralidad de la sabiduría y de la cultura popular en la construcción de futuros basados en el respeto a la vida, la dignidad, la pluralidad y el cuidado de todos los seres: humanos, vivientes y encantados.
A ritmo de carimbó, guiadas por la cultura ancestral, discutimos política en sus múltiples capas y complejidades, y también pensamos soluciones. Cuando se habla del Brasil más allá de las capitales, se suele hablar del “Brasil profundo”. Ese gran desconocido tiene, en efecto, mucha profundidad, y nos enseña que la alegría y la organización política comunitaria son una innovación necesaria y una inspiración para seguir.
Las presentaciones del Boi Garantido y Caprichoso, los cantos de las Suraras del Tapajós, la historia de la recuperación del carimbó como patrimonio vivo y reconfigurado por Mestre Chico Malta y Mestre Hermes e sua turma, materializan futuros. En cierto momento, el generoso y sabio Mestre Chico Malta nos dijo: “el conocimiento no es de nadie, está en el aire”. Una frase que resume una lucha global por el acceso libre al conocimiento y por el compartir como ética fundamental para desconcentrar riqueza y poder, y acabar con la pobreza que es producida intencionalmente por el engranaje económico del sistema capitalista. Es economía, es política, es cultura y, por encima de todo, es forma de vida.
En 2025, se celebrará la COP30 en Belém do Pará, capital del estado. Una oportunidad histórica para que, como sociedad, logremos comprender aquello que entendemos como “rural” en su diversidad, en su potencia, en lo que tiene que enseñar al mundo. Para que eso ocurra, es esencial desaprender —por medio de un proceso de autorreflexión, curiosidad, humildad y escucha— la forma en que nuestro imaginario retrata todo lo que no es su reflejo. Es necesario superar la lógica extractivista que aún domina los financiamientos culturales y climáticos. Mientras las mineras patrocinan la cultura, maestros del carimbó luchan por recursos mínimos para mantener sus ruedas. Enfrentar la crisis climática requiere valorar los saberes, prácticas y modos de vida que han sustentado la biodiversidad durante siglos.
Esa ruralidad que baila, canta y denuncia no cabe en las definiciones simplistas y a menudo romantizadas a las que nos hemos acostumbrado. Está lejos de ser el “otro” de lo urbano. Es un campo de disputa, y un laboratorio activo de soluciones políticas sobre territorio, identidad, desarrollo y justicia.
Lélia Gonzalez, en su libro sobre fiestas populares, ya señalaba ese lugar de las expresiones culturales como territorios de producción de conciencia política. Las culturas populares son formas de pensar y de actuar en el mundo. Son pedagogías sensibles que operan a través de afectos, memorias, símbolos y movimientos colectivos. Una gestión cultural comprometida con el cambio y con la igualdad debe reconocer eso.
En la construcción del imaginario político sobre nuestras ruralidades existe un llamado a la responsabilidad de la gestión cultural —sea pública o privada— que debe actuar de forma implicada e informada con los territorios, con su diversidad, contradicciones y potencias, sobre todo a partir del reconocimiento de las diferencias, no sólo de formas de estar en el mundo, sino de cosmovisiones. Construir políticas culturales que dialoguen con la justicia climática, reconociendo las culturas locales como parte de las soluciones. No existe cultura sin sus maestras y maestros, responsables de garantizar el sentido de pertenencia y la identidad de comunidades enteras. Promover las ruralidades es también promover los bosques, los ríos, los seres encantados- promover la vida, de todas y todos.
En los tiempos que vivimos —marcados por decisiones políticas fallidas que privilegian a unos pocos y empujan a la mayoría a condiciones de vida precarias— las culturas rurales nos ofrecen nutrición y sabiduría, y necesitan ser valoradas, reconocidas e incentivadas.
por Georgia Nicolau
Activista, gestora cultural y directora ejecutiva del Instituto Procomum
Bibliografía