“Para lo bello de la naturaleza tenemos que buscar una base fuera de nosotros; para lo sublime, empero, sólo en nosotros y en el modo de pensar.”
Inmanuel Kant
-Analítica de lo sublime-
Reflexiones sobre ética, estética y violencia en el arte urbano
En el espacio público convergen todas nuestras realidades. En ese espectro grande, lleno de construcciones – arquitectónicas y también sociales- el arte urbano se vuelve un vehículo para transitar desde lo más crudo hasta lo más festivo y rescatar tradiciones, ya que al ser una forma de expresión estética que desafía las normas tanto del arte tradicional como de la sociedad, no está sujeta al concepto de utilidad, ni de la conservación de la obra, sino que puede ser apreciado en su contexto original, haciendo parte de sus mensajes, colores y formas a todos los que ocupamos los espacios, sin distinción ni exclusión alguna, convirtiéndose el artista en parte de lo urbano.
Quien pinta en la calle, lo hace por pasión, muchas veces viendo también en lo horrible y lo violento una oportunidad para encontrar belleza.
Pero ¿qué quiere decir lo horrible? No solo que el espacio público es donde podemos ser testigos de la mayoría de los problemas sociales, siendo la adicción, la indigencia, el trabajo infantil, la prostitución, la delincuencia algunos de los más frecuentes; sino que el arte urbano es una actividad criminalizada y precarizada en la mayoría de sus expresiones.
El artista urbano es un triple agente: por un lado, la falta de acceso a vivienda, empleo, salud, educación, mantenimiento de las infraestructuras, incentivos que fomenten tanto el arte como las mejoras en las ciudades hacen que sea muy difícil vivir del arte urbano, y que el artista necesite buscar alternativas laborales para poder sobrevivir. Por otro lado, el artista no puede ser indolente frente a la realidad de la comunidad en la que vive, sino que es testigo de la cruda pobreza extrema en la ciudad, la que respira como un monstruo herido y enfermo, que duerme bajo los puentes, se droga para pasar los días y cuyo contacto con la sociedad es justamente el de ser rechazados y excluidos. Es testigo también de cómo la clase media busca prevalecer en un ambiente cada vez más hostil y complejo, las madres buscando que sus hijos se encaminen por buenos senderos, los estudiantes soñando con cambiar el mundo, las minorías luchando para que se escuche su voz, los detractores de la intervención en el espacio público diciendo que el arte urbano no sólo es un crimen, sino que es una pérdida de tiempo, un poco más rechazantes que rechazados, pero aun así todavía excluidos.
Vivimos en un medio que ni acepta ni considera las expresiones urbanas como el graffiti o el street art realmente arte, no lo contempla como un oficio que debe ser remunerado y ejercido en condiciones dignas, es de vagos, de parias, de vándalos.
Para el artista urbano todo esto es el alimento de la imaginación para el desarrollo de una estética y temática propias y, también, es un llamado a la acción: el arte urbano incide muchas veces en espacios donde nadie más lo puede hacer; es una herramienta que permite comunicar de forma visible y llamativa un mensaje, que permite trabajar en las comunidades y barrios y conocer acerca de su cotidianeidad, problemáticas e interrogantes, de la sensibilidad que también puede tener el colectivo, y que ayuda a educar y encontrar nuevos futuros posibles y soluciones a viejos problemas. Habla de inclusión, porque no somos tomados en cuenta, hasta en sus prácticas más controversiales que son una expresión contundente del hastío de ser excluidos, de lo violento del día a día cuando falta todo, cuando suben las cosas, cuando no vemos las oportunidades. Habla de apropiarse de manera legal o ilegal de un espacio físico al que se le ha dado más valor que al humano. Habla de lo horrible y lo sublime del mundo en el que vivimos, porque más allá de si nos gusta o nos desagrada, trasciende lo ordinario y nos confronta con nuestra propia intensidad, con otras perspectivas, con la reflexión y la incomodidad, con la belleza, el color de los formatos grandes, de los rostros, los rasgos, los estilos, las letras. Nos conmueve con su crudeza, con su belleza, con su inmensidad, con lo impresionante de su ejecución, y lo efímero e impredecible de su duración. Es decir, en su lado bello, el de la contemplación y la apreciación estética, mirar por ejemplo un mural de gran formato puede ser una experiencia sublime, aunque su entorno y el contexto en el que se ejecuta pueden ser terriblemente violentos.
La filosofía de Kant defiende la autonomía del arte y argumenta que el juicio estético es universal y desinteresado; pero el arte urbano a menudo se sitúa en un contexto social muy específico y puede estar cargado de mensajes políticos y sociales y a la par de emociones en las que el colectivo se ve reflejado o se siente asqueado.
Si bien este contraste plantea una reflexión interesante sobre cómo los juicios estéticos si pueden ser influenciados por el contexto en el que se experimentan, y cuando la ciudad y sus espacios están de por medio, el arte urbano no puede ser ni poco interesante ni desinteresado.
La forma en que el arte urbano desafía las normas y expectativas puede proporcionar una perspectiva única sobre las ideas kantianas sobre la belleza, el juicio estético y la experiencia sublime. Aunque puede trascender a los espacios institucionales o comerciales, su lugar fundamental es la calle, los barrios, los espacios donde pueda ser observado por todo el que desee; sin distinciones económicas, sociales y más allá del gusto individual.
El arte urbano ha sido durante mucho tiempo la voz de la rebeldía, de la marginalidad. El fenómeno generador de un encuentro entre lo convencional y lo excepcional, entre la aceptación y el rechazo, entre el reconocimiento y el abandono. Es por eso por lo que el camino para ser reconocido como una profesión rentable es largo y complejo.
Que sea un espacio libre de violencia – la que nos atraviesa y también la que miramos impotentes- es prácticamente imposible en el sistema en el que vivimos. Muchas veces se hace desde la autogestión, por las ganas de hacerlo, por la frustración de no poder hacer más, por la indignación que hace que no renunciemos. Por eso se vuelve vital que haya información, opinión, crítica; pero, sobre todo, apoyo y apertura para trabajar sostenidamente en la dignificación y mejora del espacio público y las relaciones entre quienes lo habitan.
Hay que comprender la verdadera dimensión e incidencia del arte urbano; está en generar encuentros entre las personas, reflexión acerca de lo que nos atraviesa y no perder la oportunidad de crear espacios donde la educación a través del arte no solo sea lo normal, sino que se considere de vital importancia.
Es obligación del Estado que los derechos de todos sus habitantes sean respetados, mejorar las condiciones no solo para el sector cultural sino también para los otros sectores que sufren de carencias y abandonos, que son extremadamente violentos.
Para la empresa privada el arte es una posibilidad de incidir en la mejora de los espacios y el día a día de las comunidades.
Para los ciudadanos es una experiencia de asombro y aprendizaje apoyar a los artistas y gestores.
Para los artistas, un deber que trasciende lo estético; continuar haciendo murales, graffiti, paste up, stickers, fanzines que llenen el espacio público de la información, la atención y la inclusión a la que, de otra forma, muchos no tendríamos acceso.
El arte urbano es un fenómeno horriblemente sublime.
por Caro Iturralde
Artista