“Merienda de negros, venga usted compañero del mundo lo invitamos”
Antonio Preciado
Una de las cosas que más atesoro es el eco de la voz de mi abuela resonando con cariño en el zaguán de nuestra casa, encaramada en la loma del barrio Piedrahita en la provincia de Esmeraldas. Su llamado: “¡Luquita, vaya a comprar el coco!”, era como una melodía que me transportaba a un mundo de sabores y aromas. El coco, más que un fruto, era el alma de nuestra comida, el ingrediente que le daba sabor a nuestra identidad.
Desde nuestros ancestros aprendimos que la comida se preparaba primero con el corazón. En eso radica nuestra sazón. Porque con amor podemos escoger los alimentos y picarlos de tal manera que la sutileza nos lleve a la expresión más sublime del gusto. El encoca’o consiste en una mezcla de coco con algún ingrediente del mar o de nuestros manglares. Se puede preparar encoca’os de pescado, camarón, concha, almeja, cangrejos, calamar, langostinos, langosta, jaiba, etc. Todo lo que desees puede llevar coco. Generalmente, se hacen grandes ollas para acompañar las festividades como el 5 de agosto, día en el que se celebra la Independencia de Esmeraldas, así como el 21 de septiembre, día de la provincialización.
Calamares en el puesto de Doña Anita
El Chirarán, también conocido como la albahaca del monte, al igual que la chillangua y el orégano acompañan estos platos llenando el ambiente de un delicioso olor. Estas plantas nacen en las verdosidades de nuestro territorio compuesto por 15.808,8 km² a lo largo y ancho.
Al hablar de territorio evocamos la tierra que nos parió. El territorio viene con las tradiciones, con los cantos de Papá Roncón, de Rosa Wila, de Petita Palma, y con ellos se impregna nuestro sentido de pertenencia arraigado al cununo, la marimba, los alabaos y los arrullos que hicieron de nuestra música una fuerza identitaria y nos recuerdan que somos parte de un legado.
El territorio esmeraldeño es basto y amplio, no en vano se conoce a Esmeraldas como la provincia verde, ciudad llena de bosques, mares, manglares y ríos como el Santiago, ubicado al este de la provincia. La construcción de la identidad afroesmeraldeña, no sólo pasa por la gastronomía, sino por las ensoñaciones a las que nos llevan los arrullos cantados el día 1 de noviembre, celebrando la fiesta de San Antonio en Borbón y Canchimalero, una fecha importante para la fe católica.
Todos estos enunciados hacen de la tradición esmeraldeña un puntal que nos pertenece a todos y a todas, y a partir de la cual se construye nuestra identidad. Para el sociólogo Stuar Hall la identidad “es un concepto que funciona bajo borradura en el intervalo entre inversión y surgimiento” (Hall 2003, 13). Lo que nos invita a pensar en qué cosas negamos (inversión) y lo nuevo (surgimiento), lo que somos como esmeraldeños y lo que no somos, donde radica nuestra fuerza y el alcance de nuestra cultura e identidad.
La tradición oral es un buen punto de partida para alcanzar un grado de compresión de lo que significa para nosotros nuestra construcción como pueblo. Este ha sido un mecanismo de resistencia cultural, que ha permitido mantener viva nuestra identidad frente a procesos de colonización y globalización. La identidad es un proceso cultural donde convergen saberes, creencias y memoria viva. La memoria viva se transmite de generación en generación, a través de los rituales, las costumbres y las historias familiares donde los actores toman la palabra y buscan un sentido de pertenencia, lo que deviene en identidad. Para Stuar Hall “El concepto de identidad […] no es esencialista, sino estratégico y posicional […] Tampoco es si trasladamos esta concepción esencializadora al escenario de la identidad cultural ese yo colectivo o verdadero que se oculta dentro de los muchos otros «yos», más superficiales o artificialmente impuestos, que un pueblo con una historia y una ascendencia compartidas tiene en común” (Hall 2003, 17).
En esta geografía de la esperanza es donde, a través de un fogón mi abuela, mi madre y mis tías me enseñaron a cultivar el arte culinario y el amor por nuestro territorio e identidad. Ahí aprendí a amar la música, nuestro cabello y los turbantes como símbolo de resistencia. Cada feriado yo viajaba a la ciudad de Esmeraldas desde la ciudad de Quito, donde estudiaba, y en estos encuentros tuve la dicha de ver cómo se iban preparando los alimentos en casa. Primero, teníamos la rutina de ir al puerto pesquero de Las Palmas para comprar los mariscos, en el puesto de doña Anita. Yo me encargaba de raspar el coco con un instrumento que mi mami había comprado en La Barraca, un malecón ubicado en el centro de Esmeraldas. Paso a paso mi abuela me iba dando las instrucciones para la preparación del aliño, que llevaba la consistencia espesa hecha de cebolla y pimiento, y posterior a esto lo teníamos que cocinar en el fogón con unas pintas de achiote. Una vez listo, lanzábamos a la olla los trocitos del pescado adobado en ajo y una pizca de sal y, por último, vertíamos el zumo de coco. Todo lo que estoy contando de una manera simple me llevó 15 años aprenderlo. También tuve que probar la consistencia de otros mariscos y el uso apropiado de la llama de la estufa. Definitivamente, la memoria de mi abuela está en cada plato que cocinó, pero no sólo ahí, sino en las historias que pudo compartir conmigo cada vez que preparábamos los alimentos. Una vez me habló de Antonio Preciado, el poeta esmeraldeño que luego se convirtió en el primer ministro de Cultura del Ecuador. Aquella vez recitó este verso: “Merienda de negros: “Venga usted, compañero del mundo, / lo invitamos”. Me comentaba que el poema funcionaba más como una ironía por toda la carga de exclusión y desacreditación histórica que tiene la frase “merienda de negros”.
Alguna vez escuché a mi ñaña Marci hablar sobre Nelsón Estupiñas Bass, mientras nos servíamos otro de los platos más ricos que preparaba mi abuela: los tamales de pescado. Estos nunca los aprendí a cocinar, pero sé que los tamales de mi abuela eran los más ricos del mundo. Sobre Nelsón mi tía comentó que había leído uno de sus libros más importantes: “Al Norte de Dios”, una reescritura paródica de la Biblia.
Toda esta historia de la comida esmeraldeña es una reescritura de la memoria y de nuestra identidad, desde la comarca del norte de la provincia de Esmeraldas hasta Muisne. Todos estos placeres del paladar que llevan el sabor del coco y la chillangua aglutinan la lucha y resistencia de un pueblo y de la identidad que van desde la música, sus grandes novelistas y la fuerza y potencia de la poesía de Amada Cortéz y la voz de Rocío Lemos, la mujer que me enseñó a pronunciar el mundo con ternura y que me dio la fuerza para entonar un canto de libertad:
La sazón esmeraldeña huele a coco y chillangua
La química y la cocina se cocinan en una paila de color achiote
Somos herederos de las tradiciones
Nuestras raíces llenaron con el arte culinario los palenques
No somos las mismas de ayer
Hoy compartimos nuestra identidad y nuestro legado
A través de nuestra cultura y gastronomía
El olor a coco va desde Las Palmas hasta Muisne
Desde Timbiré hasta San Lorenzo
Somos un pueblo guerrero que resiste al olvido
y se alza con una fuerza sublime
Generación y tradición gastronómica
Somos una provincia heredera de la tradición oral. A través de décimas, poemas, cuentos, leyendas y cantos ancestrales se ha pasado de generación a generación este legado cultural de la comida esmeraldeña que ha fortalecido nuestro vínculo con nuestras raíces. Nuestros alimentos son un medio de vida para nuestra población. Hemos llegado a ocupar un reconocimiento a nivel nacional por nuestra gastronomía. Como herederos de una rica tradición oral y de las expresiones artísticas, como el baile y la marimba, llegamos a entender cómo la identidad cultural ha sido parte fundamental de la resistencia y de la dignidad de nuestro pueblo.
por Lucrecia Bone Lemos
Comunicadora social, periodista feminista y mediadora de lectura