La danza, desde sus orígenes, ha sido más que una simple muestra artística o una expresión de sentimientos. Nuestros ancestros la utilizaban en conexión con el mito y la religión, y para quienes la ejecutan dentro de una comunidad, la danza otorga prestigio, honor y estatus.
Mis recuerdos de infancia me transportan a las entrañas de la milenaria Zámbiza. En mayo y septiembre, los voladores y la banda del pueblo resonaban en nuestras calles. En esos momentos, me escapé de la casa, emocionado por ver a los danzantes. La esencia de su sonido, tan similar a los latidos del corazón, me cautivaba. Acompañados de sonoros cascabeles, los Danzantes inspiraban respeto, ya que, según contaban los abuelos, no cualquiera podía ser uno de ellos.
Esta fábula me permite ver a la danza de una manera diferente. No solo se trata de mostrarla, sino de que el público –la gente– la sienta y la atesore en su corazón. Para lograr esto, es necesario cultivarla primero en el nuestro. Por eso creemos firmemente que la danza es una pasión que se lleva en el corazón. El Danzante de Zámbiza, por ejemplo, lleva un corazón decorado con joyas, simbolizando la nobleza de quien lo porta. Mesías Carrera, historiador zambiceño, menciona en su libro Folklore Autóctono Zambiceño (1978) que, para ser Danzante, una persona debía tener relaciones intachables con sus semejantes y compañeros.
En una comunidad, el sentido de hermandad se basa en apoyarse mutuamente, sin necesidad de política o religión, solo con un gran corazón. Nuestros ancestros lo tenían y andaban con paso firme, hablando con la Pachamama, las estrellas, los animales y las plantas; y porque tenían un gran corazón no se equivocaban, vivían al margen del error, porque el error es lo que está mal y lo que está mal no cabe en un gran corazón.
Cultivar el arte en el corazón implica conocer, con profundo respeto, la esencia del pueblo que buscamos representar, entendiendo el concepto de representación más allá de su aspecto social o matemático.
En las estéticas, aunque nuestras indumentarias tengan faldas, bordados, cascabeles, cintas y sombreros, la verdadera esencia reside en lo intangible: el sentimiento con el que representan sus costumbres y tradiciones.
Y nos relacionamos con propios y ajenos, teniendo espacios de apertura y comunión en las festividades y rituales, donde las personas originarias de la comunidad viven y experimentan la ritualidad, un verdadero salón de aprendizaje.
Vuelvo a recordar y pienso, esta mezcla de tiempos, lugares y gentes que es lo que veía de niño en Zámbiza y lo que me cautivó. Experimentar la ritualidad nos permite volver a nuestros orígenes. En Zámbiza, por ejemplo, dejamos el jean, la camiseta y las zapatillas para vestir enaguas blancas, alpargatas y cushmas, como nuestros ancestros.
Me afirmo y sostengo que ver las expresiones culturales desde esta perspectiva nos ayuda a entender su sentido y significado desde lo intangible.
Vuelvo en mí y en el presente reflexiono que, el reto en la era de la globalización es vivir la interculturalidad y sobrepasar el discurso. Entender, comprender y apreciar al otro facilita identificar lo que nos constituye como únicos y valiosos; así me afirmo en que la identidad se forja desde la otredad.
Me cuestiono como en redes sociales, hay quienes cierran las posibilidades a otras manifestaciones culturales y las censuran, y me cuestiono también como otros a pesar de decir que aman su cultura propia, valoran y aprecian las formas de expresión cultural de otros países y pienso que la verdadera interculturalidad, no se nubla con juicios y prejuicios, la verdadera interculturalidad propicia el respeto que cada manifestación ofrece como única.
Entre mis recuerdos y reflexiones presentes veo como parte del engranaje del consumismo es la apropiación, el expolio, un riesgo latente que podría llegar a Zámbiza para despojarnos de parte de nuestra identidad, de nuestra danza, si no tomamos conciencia de que es vital la apropiación de nuestras manifestaciones culturales. No se trata de adueñarnos de una cultura, sino de amarla y valorarla, y así valorar también la de los demás.
Sigo reflexionando y creo que parte de apropiarnos de nuestras formas, es llevar el arte en el corazón o la interculturalidad a la práctica se refleja en acciones y hábitos diarios. Hacer arte desde el corazón implica escuchar y apreciar las melodías y movimientos de una comunidad, fusionar estas melodías con nuestro cuerpo y experimentar lo que la comunidad vive. Dejamos de contar pasos y comenzamos a marcar el ritmo de la melodía, dejando que fluya en nuestro cuerpo. Comprendemos los sentimientos al conversar y escuchar activamente las vivencias de la comunidad, captando sus emociones impregnadas en su relato.
Mantengo mi tiempo de reflexión y digo que los abuelos y abuelas son los verdaderos libros de la historia, a propósito del recuerdo presente de los apagones, increpó en buscar en la memoria de cómo buscábamos velas y nos reunimos en una sola habitación para escuchar fascinantes historias transmitidas por nuestros ancestros.
En este punto quiero traer a colación que, en un grupo focal, fui testigo de cómo don José Manuel Pumisacho, en paz descanse, contaba cómo fue rechazado y denigrado por querer sentarse en el lugar de los Danzantes, y cómo fue su conversión a una persona respetada tras pasar la fiesta. En ciertos momentos de su relato, sus recuerdos se iban y, con frustración, preguntaba: ¿Qué les estaba contando? Una compañera le dijo: usted sí es de los propios antiguos, ¿verdad? Y él, entre risas, respondió: yo soy cacique, orgulloso de su comunidad no solo por empoderarse de su cultura, sino por enamorarse de ella. Al mismo tiempo que me encuentro con estas anécdotas, hago un paréntesis y comprendo que la tecnología también nos puede ayudar a inmortalizar estos momentos.
Démonos la oportunidad de probar nuevas experiencias: degustar nuevos platos, vestir diferente, movernos con sonidos desconocidos. Solo así comprenderemos y viviremos la interculturalidad y el arte desde el corazón. Atesoraremos todo lo vivido, recordando lo que vimos y tocamos, y dándole sentido y significado. Permitámonos vivir emociones y sentimientos impregnados de pertenencia en la contemplación pura de la cultura. Nuestros sentidos deben ser el canal de ese mundo mágico donde reposa la identidad, lo inmaterial.