Cuando el arte deja de ser arte: el activismo por encima del acto de creación

25/02/2025

Autor/a:

por Mikaela Montenegro

Una aproximación desde el pensamiento de Gilles Deleuze y Frederic Jameson

En un momento histórico donde las fronteras entre el arte y las ciencias sociales se han vuelto difusas, es pertinente cuestionar el papel del arte en la actualidad. Bienales, premios y convocatorias destacan cada vez más propuestas artísticas con un rol activista, que promuevan el cambio y fomenten la reflexión sobre temas como ecología, feminismo y colonialismo, entre otras problemáticas actuales de interés social. Sin embargo, este giro ha generado una paradoja: las instituciones que legitiman el arte parecen priorizar enfoques antropológicos e históricos sobre la potencia propia del lenguaje artístico. Esto conlleva el riesgo de limitar qué tipo de prácticas son consideradas relevantes, reduciendo el arte a un medio de comunicación o a una forma de activismo temático. Por esta razón, es fundamental diferenciar entre reconocer la relevancia del arte político y reducir el arte a un medio de comunicación social. 

Sin duda, las problemáticas sociales son urgentes y necesarias, especialmente en un contexto en el que enfrentamos transformaciones políticas y una creciente conciencia sobre distintas luchas. No se trata de negar la importancia del arte activista, sino de evitar que el arte sea legitimado por abordar ciertos tipos de discursos. Resulta riesgoso validar una propuesta de arte principalmente por abordar ciertos temas. Si bien el arte activista puede ser una propuesta relevante y significativa dentro del mundo del arte, su valor no radica exclusivamente en el discurso que plantea, sino en los aspectos propios del arte –que veremos más adelante–. Al encerrar al arte por lo que dice, se lo está reduciendo a un medio de comunicación como cualquier otro. Esta aproximación resulta contraproducente, ya que despoja al arte de su verdadera potencia de actuar política que trasciende una narrativa explícita. Al reducir el arte a un vehículo de mensajes, se lo integra dentro del mismo sistema que se quiere desafiar, tomando en cuenta que la comunicación y el control pertenecen al orden de control y a las dinámicas de poder.

Fotografías: Mikaela Montenegro

Es relevante, por tanto, mencionar lo que Gilles Deleuze plantea al respecto. En su texto ¿Qué es el acto de creación? (1987), el filósofo afirma que la creación es un acto de resistencia, ya que no pertenece a la orden de la comunicación, el medio de control en la actualidad. Comunicar implica ejercer cierto poder: establecer discursos, definir verdades, marcar límites. El arte, por el contrario, resiste a ello, implica proponer nuevos imaginarios, nuevas miradas y nuevos mundos. Por lo tanto, el carácter político del arte no solo radica en su contenido, sino en el acto mismo de crear. Según él, “la obra de arte no es un instrumento de comunicación. La obra de arte, estrictamente, no contiene la mínima parte de información. Por el contrario, hay una afinidad fundamental entre la obra de arte y el acto de resistencia” (p. 5). Esta afirmación subraya que la función del arte no se limita a transmitir un mensaje claro o dictar lo que debemos ver o pensar. 

Ahora, si el arte no tiene relación al comunicar, ¿en qué reside la esencia misma de la creación (de la verdadera obra de arte)? ¿Qué significa, entonces, resistir, sino es hablar estrictamente de los discursos en cuestión? Es pertinente, por tanto, referirnos al concepto de perceptos y afectos, los cuales son desarrollados en La lógica de la sensación (1984) del mismo autor. En este trabajo, se argumenta que el arte no se reduce a la transmisión de un contenido explícito, sino que tiene la capacidad de generar sensaciones complejas y transformadoras que exceden lo evidente. El arte opera desde el exceso, desde lo que desborda y escapa lo evidente. El arte nos mueve, nos saca de lo familiar, de lo panfletario y lo publicitario. Desde esta lógica, la potencia política del arte no está en la exposición directa de problemáticas, sino en su capacidad de desestabilizar las formas establecidas y expandir nuestra manera de percibir el mundo mediante perceptos y afectos que atraviesan nuestros sentidos.

Por esta razón, es imprescindible que no se borren las líneas entre lo que consideramos arte y lo que son los activismos o las luchas sociales, políticas y económicas. No hay que caer en la instrumentalización del arte, pretendiendo que este adopte un rol que no le pertenece. (Filippo, 2012), argumenta que el arte “…funciona en y sobre el espectáculo y la lógica del sentido dominante, y que se sirve de sus propias representaciones para deformarlas permitiendo la emergencia de la sensación, proceso que no es absoluto, sino que está siempre contaminado por un resto, deformado y convertirlo en otra cosa”. (p.43). En consecuencia, el arte es un acontecimiento. Este no representa el mundo, sino que lo transforma, nos irrumpe de lo ordinario y nos confronta con lo inesperado. El arte no debe decirnos algo, sino modificarnos. Es una experiencia que nos desestabiliza, que nos afecta de manera impredecible. En este sentido, el arte más allá de ser una herramienta para transmitir mensajes ideológicos, es un espacio donde la sensibilidad se despliega sin necesidad de una justificación discursiva evidente. 

Siguiendo las premisas del filósofo Jacques Ranciére, (Portilla y Ruiz, 2018), señalan que en la obra de arte hay otro tipo de expectativas, “aquellas que dan al arte la tarea de la creación de lo nuevo. El espectador espera que algo nuevo pase, que frente a una obra sea sorprendido”. También sostienen que debe existir 

“…un fenómeno de exceso en las obras de arte relevantes, algo que excede al discurso dominante, que desborda el sentido de lo que se denomina arte. Solo así ocurre lo nuevo. Si los artistas buscan remediar los males de nuestro tiempo desde el arte, no lo conseguirán dando soluciones prácticas para la transformación social, sino instaurando preguntas, cuestionando lo que se nos dice acerca de lo que es el mundo” (p.12).

Dados los argumentos anteriores, se pueden cuestionar las expectativas de la industria cultural e instituciones del arte, a nivel local como global, en las que no está claro qué es lo que se entiende por arte y qué es lo que se espera de las propuestas artísticas en la contemporaneidad. Tomando como ejemplo el contexto ecuatoriano, instituciones como el Centro del Arte Contemporáneo de Quito, presentan en su página web la siguiente información: 

El Centro de Arte Contemporáneo (CAC) es un espacio que busca acoger las prácticas artísticas y las culturas contemporáneas en su amplia y compleja diversidad. Entendemos al arte como un lugar de encuentro, diálogo y reflexión que articula la construcción colectiva, afectiva y efectiva de nuevos conocimientos desde la educación no formal como una práctica radical que estimula el pensamiento crítico contemporáneo.

Sin embargo, ciertas convocatorias recientes dan a entender que el criterio de selección se enfoca prioritariamente en la pertinencia del tema abordado, dejando de lado “la amplia y compleja diversidad” del arte. La mayoría de propuestas que se muestran en este espacio suelen estar vinculadas principalmente a cuestiones comunitarias, sociales, de género y políticas. Esta orientación está claramente respaldada en la misma página web, que enfatiza esta conexión temática activista.

El CAC maneja exposiciones temporales durante todo el año; estas, abordan temáticas ligadas al género, ecofeminismos, descolonización del pensamiento, interculturalidad, territorialidad, conciencia y justicia social.

¿Surge entonces una priorización de ciertos ejes temáticos por encima de la creación artística? Es importante enfatizar nuevamente que el problema no radica en los discursos que se abordan – los cuales son, de hecho, necesarios -, sino en que la validez de una obra se mida primordialmente por estos, como si se estuviese pensando al arte como un ente educativo/informativo/comunicacional, relegando la naturaleza artística de la obra a un segundo plano. 

Ahora bien, este tipo de enfoque no es casual, sino que responde a dinámicas más amplias dentro del sistema de consumo, y las sociedades de control, concepto dado por Gilles Deleuze. Como ya hemos mencionado, en estas, el control se ejerce a través de la información. Vivimos en un mundo saturado de contenido mediático: los algoritmos, las tendencias y los discursos hegemónicos moldean lo que se considera relevante. En este contexto, la industria y las instituciones artísticas, corren el riesgo de caer en esta misma lógica y dinámica determinando qué se consume, qué se lee, que se ve, qué se discute, privilegiando propuestas fácilmente digeribles y alineadas con los discursos preestablecidos. Aunque las intenciones de los actores culturales y las instituciones puedan estar alejadas de ello, es claro que el sistema –particularmente el capitalismo y la posmodernidad– tiene la capacidad de absorber incluso estas esferas. Es aquí donde radica el riesgo. 

A esto se suma la necesidad de clasificar el arte bajo categorías específicas; arte ecológico, arte feminista, arte decolonial, entre otras. Si bien estas corrientes responden a problemáticas urgentes y necesarias, su institucionalización dentro de un sistema de mercado genera una crisis. En lugar de que el arte sea un espacio de protesta o vía para desafiar el sistema, se convierte en un producto cultural que debe ser legible, medible y vendible. Este proceso no solo homogeniza las prácticas artísticas, sino que también condiciona la producción, empujando a los artistas a vincularse con discursos que quizás no forman parte de sus intereses genuinos, pero que son los que garantizan financiamiento, exhibiciones y reconocimiento institucional. Esto nos plantea otra pregunta: ¿En qué medida la industria y las instituciones realmente promueven el avance del arte en la contemporaneidad, o terminan configurando un sistema limitado? Si el arte se ve comprometido por la necesidad de encajar dentro de ciertas narrativas, entonces este deja de ser un espacio de resistencia y corre el riesgo de volverse parte del mismo sistema que busca criticar. (Jameson, 1991), sostiene que: 

Un nuevo arte político –si tal cosa fuera posible–  tendría que arrostrar la posmodernidad en toda su verdad, es decir, tendría que conservar su objeto fundamental –el espacio mundial del capital multinacional– y forzar al mismo tiempo una ruptura con él, mediante una nueva manera de representarlo que todavía no podemos imaginar: una manera que nos permitiría recuperar nuestra capacidad de concebir nuestra situación como sujetos individuales y colectivos y nuestras posibilidades de acción y de lucha, hoy neutralizadas por nuestra doble confusión espacial y social. Si alguna vez llega a existir una forma política de posmodernismo, su vocación será la invención y el diseño de mapas cognitivos globales, tanto a escala social como espacial (p.61).

En relación con la cita anterior, podemos destacar el papel del arte como herramienta para confrontar la realidad actual, utilizando formas de representación que están aún por imaginar. Jameson nos invita a pensar en nuevos mapas cognitivos, como medios que nos permiten orientarnos en un contexto marcado por estructuras complejas y difusas del capitalismo tardío. Estas estructuras, propias de la posmodernidad, generan un escenario donde las relaciones sociales, políticas y económicas se vuelven difíciles de percibir y comprender en su totalidad. Desde esta perspectiva, se puede argumentar que el arte emerge como un ente crucial para superar esta confusión espacial y social, proporcionando nuevas formas de ver y entender la realidad, sin necesariamente recurrir a una representación directa de las problemáticas. 

Esto no significa que el arte deba ser desvinculado del contexto social y sus discursos. Todo lo contrario: a lo largo de la historia, el arte ha sido un motor de cambio y concienciación. Sin embargo, su función principal no es reafirmar lo que ya sabemos ni limitarse a la transmisión de un mensaje evidente, sino abrir preguntas e incomodar. Ejemplos como Tucumán Arde en Argentina o Arte Factoría en Ecuador evidencian cómo el arte puede dialogar con la realidad social sin perder su naturaleza simbólica. Tucumán Arde (1968), por ejemplo, no solo denunció la crisis económica y la censura en Argentina, sino que también subvirtió los espacios tradicionales del arte, integrando fuertes cargas simbólicas a través del performance, el happening y el arte conceptual que propusieron nuevos imaginarios y maneras de experimentar la realidad de ese entonces. Se puede conocer más sobre esto en la Entrevista con Graciela Carnevale (2019).

Asimismo, La Artefactoría (1980) en Ecuador fue un colectivo artístico que se destacó por obras que combinaban una profunda crítica política, con una verdadera preocupación de desafiar las convenciones artísticas de la época, incorporando elementos visuales y conceptuales que invitaban al espectador a reflexionar sobre la realidad sociopolítica de Guayaquil y del país en general. “Matilde Ampuero, curadora de la muestra retrospectiva que el grupo montó en el MAAC, sostiene que La Artefactoría contribuyó a la construcción de un espacio de concientización, que, aunque pudiera identificarse como político, se asentó sobre una estética ligada a la fertilidad de los cambios históricos que se producían en el país y la región” (Díaz y Flores, 2017).  

Aunque en el presente artículo no trato de analizar a profundidad estas propuestas, es importante recalcar que más allá de su discurso o finalidad activista, estos proyectos no renunciaron a la potencia del arte en sí mismo. No se trató de artistas que adoptaron un rol exclusivamente antropológico, histórico o comunitario, sino de propuestas que expandieron los límites del arte, sin reducirlo a una herramienta de comunicación. Es por esto que trabajaron en colaboración con actores de otras ramas –periodistas, historiadores, sociólogos– quienes sí tienen una responsabilidad informativa.  De esta manera, el arte mantuvo su autonomía y capacidad de crear nuevos imaginarios y nuevas formas de ver la realidad, en lugar de documentar la ya existente. 

En este contexto, y a partir de las tensiones entre el arte y los discursos activistas que hemos explorado, es relevante reflexionar brevemente sobre cómo estos planteamientos han influido en mi propio proceso creativo. En mis últimas obras, he realizado un salto técnico y conceptual desde lo que venía trabajando en años anteriores. En mi reciente exposición No Se Si Te ha Pasado a Ti, junto a la artista Polett Zapata, comienzo a expandir mis horizontes más allá de la pintura, territorio que conozco. Evidentemente, esta es una experimentación y exploración que recién inicia. Mis preocupaciones se han trasladado más a lo femenino y vivencial. Reconozco que es a partir de experiencias personales e íntimas que vienen mis inquietudes de hacer obra al respecto. En estas obras, trabajo en torno al cuerpo, la enfermedad, la violencia del sistema de salud y el control sobre el cuerpo femenino y el aparato reproductor. Sin embargo, entiendo que la importancia de mi obra no radica en el discurso netamente. Aunque es un tema de suma relevancia y que me ha impactado de forma significativa, pues para hacer una denuncia, puedo comunicarlo de una manera más efectiva. 

No pretendo “contar mi historia”, o solucionar algo que les pertenece a otros hacerlo, sino generar preguntas, inquietudes, pero más que nada, impactar la experiencia del espectador, generando incomodidad, inquietudes que atraviesan los sentidos. Más allá de representar un problema, mi preocupación como artista está en pensar en él a partir del exceso que plantea el arte.  En este caso, por ejemplo, construyo instalaciones con telas que han sido intervenidas desde un lado muy performático, desde pintarlas con mi cuerpo, manchandome excesivamente de pintura roja, como quien se mancha con la menstruación, con la sangre, quemarlas con fuego, como el doctor que cauteriza la piel, las heridas.

 Imagino ciudades y montañas de cúrcuma, como quien se obsesiona con disminuir la inflamación. Trabajo con tubos de ensayo, imaginando fluidos de todos los colores. En fin, mi papel como artista no es analizar mi propia obra ni definir si lo que propongo es arte o no. Tampoco está en incursionar en algo solo por encajar dentro de un modelo institucional, pues si algo debe ser el arte es sincero. Ha sido interesante, sin embargo, presenciar y oír las distintas lecturas de quienes han observado mi obra, los imaginarios que han generado y las memorias e historias que les ha evocado.

Para concluir, lejos de ofrecer verdades absolutas, es importante seguir cuestionando y reflexionando sobre el papel del arte en el contexto contemporáneo. A lo largo de este análisis, se ha puesto en duda cómo las instituciones y la industria cultural configuran y limitan la práctica artística, enfocándose a menudo en el contenido discursivo  –específicamente con roles activistas–  a expensas de la propuesta artística en sí misma. A partir de las reflexiones de pensadores como Jameson y Deleuze, hemos planteado que el arte no debe ser simplemente un medio para transmitir mensajes predefinidos o para encajar en categorías de consumo, sino que debe seguir siendo una forma de resistencia, capaz de generar nuevas formas de pensar y de relacionarnos con nuestra realidad a través de sensaciones complejas que nos atraviesen. El arte no debería limitarse a prácticas artísticas específicas ni restringirse a solo ciertos discursos; debe mantenerse abierto a toda forma de expresión posible. En definitiva, es crucial recordar que el arte no es político únicamente por abordar temas de carácter político y social, sino por el mero hecho del acto creativo, con las cualidades y aristas que se han mencionado. Asimismo, es esencial evaluar el arte activista por su poder transformador – o solo desde el discurso que defiende– sino por su capacidad para generar preguntas y desafiar las ideas normativas, abriendo nuevas posibilidades para pensar y ver el mundo. En lugar de conformarnos con respuestas fáciles, el arte debe desafiar las estructuras convencionales, ofreciendo visiones que nos permitan superar las reglas que nos caracterizan.

por Mikaela Montenegro
Artista visual e investigadora


Bibliografía

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Deleuze, G. (2003) «¿Qué es un acto de creación?». Trad. de Bettina Prezioso. Conferencia en la Fundación FEMIS. Sitio web. 

Díaz, V., y Flores, G. (2017). La Artefactoría, 40 años impulsando el arte colectivo en Guayaquil. El Comercio. https://www.elcomercio.com/tendencias/laartefactoria-arte-guayaquil-premionacionaldeartesmarianoaguilera-trayectoria.html

Espacio: Centro de Arte Contemporáneo | Fundación Museos de la Ciudad – Quito. (s. f.). https://fundacionmuseosquito.gob.ec/centro-de-arte-contemporaneo/

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