Esto no empezó con el presente siglo y ni se agudiza con las redes sociales. Para entender históricamente cómo se impone un lenguaje violento y unos registros culturales en estos tiempos, no basta con la apelación recurrente de que “con la internet” todo se agravó. Incluso, ¿basta con decir que es un asunto solo de tecnologías aplicadas a los fenómenos violentos expresados en la música, en las películas o en los nuevos lenguajes de la cultura, como lo señalamos en el primer número de Públicos?
Tampoco es lo otro: “todo pasado fue mejor” o “lo mejor está por venir”. Ni lo uno ni lo otro. Los sistemas sociales y sus expresiones culturales han tenido múltiples “violencias” que no son de un contexto concreto, menos aún de un lugar geográfico en particular. Sí, sorprende que los estudios académicos y las investigaciones científicas de nuestras universidades de cuarto nivel tengan poco material empírico para, al menos, acercarnos a posibles explicaciones. Al menos en Ecuador, estamos “experimentando” el fenómeno de la violencia, de estos últimos años, sin otra mirada que no sea la policíaca y la institucional represiva. Pero ya es hora de entrar al problema desde otras miradas y búsquedas.
No se trata de estigmatizar, como se ha hecho en otras latitudes, pues con ello se evade un entendimiento íntegro de una problemática estructural. Si los “narcocorridos” y las películas y series de narcos son el objeto del análisis de las expresiones culturales de la violencia, entonces estamos en un rollo más fácil o menos complicado, pues eso se queda colgado del mercantilismo de ese “arte” o de esas expresiones. Hoy por hoy, las violencias son transversales a una serie de sectores sociales, políticos, económicos y también culturales, si entendemos estos últimos más allá del comercio de ese arte.
Y bien vale también considerar que una cosa es la expresión artística sobre los fenómenos sociales violentos y otra muy distinta es que la cultura de la violencia tenga expresiones cotidianas en muchos campos de la sociedad. Más allá de cómo nos comportamos como individuos en momentos concretos (paros, represión, acosos, maltratos y crímenes) la cultura de la violencia está en el lenguaje, por encima de muchas cosas. Es decir, se han naturalizado los lenguajes violentos en diversos espacios, con lo cual aumenta la discriminación, la exclusión, el racismo, el sexismo, la xenofobia y otros más que, por suerte, ahora son motivo de discusión pública (también gracias a las redes sociales). Pero esa violencia es “externa”: se la ve y se la discute como un asunto público y de interés político.
Lo paradójico es que la cultura de la violencia está ahora “interiorizada” en mecanismos de “auto represión” porque el miedo manda y ordena las respuestas. En otras palabras, si antes el ciudadano y ciudadana eran las víctimas de un sistema, del Estado o de una clase social, ahora se ha “naturalizado” un modo de dominación para que no tengamos opciones más que las que ordena el capital o los circuitos comerciales de un poder que define qué es bueno, qué es bonito, qué se consume o no como “cultura”, de dónde sale la legitimación de las estéticas y de los “gustos”. Incluso, una cierta “occidentalización” de la cultura impone, violentamente, qué es parte del canon o no. Y esto, siendo violento, insistimos, impide “ir más allá” de ese canon, para quienes aspiran a instalarse en un escenario de reflexión y crítica de lo que “nos parece” como cultura de la violencia.
Así estamos. Es decir, abiertos y urgidos de un debate de lo que estamos viviendo más allá de las cifras de la violencia o de si vamos al despeñadero porque la vida diaria está regida por la violencia criminal, pero no por un relato y/o un lenguaje violento para someternos a un solo modo de vida, de pensamiento y de democracia.