La literatura del siglo XXI: ¿otros lenguajes o lo mismo al revés?

25/11/2024

Autor/a:

Públicos

El mundo no se desconectó durante la presencia del Covid-19. Al contrario, la humanidad se conectó más que nunca, se activaron todos los dispositivos electrónicos y tecnológicos. El 2020 fue el año más oportuno, el mejor indicado y hasta el esperado, para experimentar de qué manera la Internet podría solventar lo que unas dos o tres décadas atrás habría sido una verdadera catástrofe en todos los sentidos y en todos los continentes.

Más allá de eso, la pandemia permitió evaluar en diversas dimensiones a la misma humanidad y evidenciar cómo estábamos tras vivir una eclosión de diversas expresiones, registros y contenidos culturales desde la proliferación de comunicaciones y variadas redes de producción artística. Y, por supuesto, también sirvió para entender, desde la filosofía, el estado de convivencia global que este proceso nos había obligado a pensar, en un momento, literal, de congelamiento y de confinamiento. 

Claro, fue una pausa obligada y provechosa para pensar cómo llegamos hasta la segunda década del presente siglo. Y con ello, ese proceso oportuno y necesario del régimen mundial de convivencia y de relacionamiento nos impuso un solo relato: “la ciencia nos salvará”, “somos sujetos de salvación si la ciencia (con su carga hegemónica) nos hace inmunes”. De hecho, el relato de la salvación “científica” se impuso como un paradigma cultural, del cual no hemos podido revertir su gravamen (casi religioso).

Y esto se une a otra condición que se revelaría conforme sentíamos el peso del “aislamiento” y la necesidad de estar en la calle, en los espacios públicos y en el contacto, más allá, de las pantallas virtuales: el ensamblaje profundo y denso de todo el “desarrollo” económico con implicaciones en la cultura, en el modo de afrontar nuestras ilusiones y expectativas de vida, que al final de cuentas es el sentido real de la cultura. 

La pregunta obvia es si algo cambió para bien desde el 2020. Cinco años después las respuestas solo van en línea contraria. Hubo una pausa, sí. La implantación del miedo. Pero todas las expectativas de hacer del planeta Tierra un lugar habitable se fueron por un caño inmediatamente después de salir a la calle, volver a producir desenfrenadamente y hasta contemplar una guerra y unas masacres en Europa y el Medio Oriente, que podrían costar muchas más vidas que todo lo que implicó la llamada Guerra Fría. 

En otras palabras: no aprendimos nada. Es decir, el procesamiento fue vertiginoso para volver a un lugar más violento y menos seguro para un cambio del sistema que produjo el confinamiento y la muerte de millones de personas. Por ejemplo: la conectividad que nos devolvió cercanía ahora nos humilla y nos relega. Claro, en general, también significó la constatación de unas desigualdades crónicas y profundas: “Solo el conectado se salva”, podría rezar una máxima desde hace cinco años. 

Entonces, el mundo se hizo a la imagen y semejanza de lo que las transnacionales de la tecnología y la conectividad permiten. Por eso, ahora más que nunca adquiere un valor supremo el capital, la posesión de sistemas y dispositivos informáticos en un capitalismo financiero agresivo y excluyente. 

Los procesos culturales, para bien o para mal, nos deben la reflexión colectiva. La pandemia sólo advirtió una crisis ecológica que requiere de una urgente reflexión filosófica, una alimentación de sentidos y de valores de lo que hacemos con la vida cotidiana y con las conexiones sociales. No basta con decirnos y reafirmarnos como parte de la naturaleza y que a ésta hay que cuidarla, sino que hay una necesidad de repensar el lugar que ocupamos en un hábitat más estrecho y si queremos no dejar ser parte de él ya no como sujetos activos sino como responsables de su transformación y deterioro.

Como humanos, cuesta decirlo, estamos obligados a una revolución cultural que pasa por los cambios alimenticios, productivos, de consumo, de relacionamiento y, por qué no, de la temporalidad con la que vivimos y “desarrollamos” los mecanismos sociales de convivencia y de funcionamiento de una democracia cada vez más estrecha para afrontar una nueva pandemia y una participación colectiva en las soluciones a estos problemas fundamentales.

por Públicos
Revista de artes y pensamiento