Hablar de “Patrimonio” es siempre remitirse a la definición canónica que separa aquello que vale la pena conservar y recordar, de lo que no. En la ciudad, por ejemplo, se seleccionan espacios para recordar las luchas o acciones de personajes y hechos históricos ineludibles en el discurso oficial. A diferencia de la Historia, la Memoria -o mejor dicho “las memorias”- pueden entenderse como procesos individuales y subjetivos que implican la selección e interpretación de eventos pasados en función de emociones, valores y percepciones individuales o grupales.
Los barrios populares habitan memorias y relatos que son la materia prima de sus procesos de identidad y construcción de sentido.
El universo urbano popular (re)crea saberes y formas de habitar que incluyen elementos contingentes y pasados que se actualizan y son el “patrimonio” de estos espacios. Sus formas sociales se manifiestan a través de modas, lenguajes, prácticas y usos espaciales que dan cuenta del barrio como un elemento de cohesión social que, sin embargo, no está libre de conflictos y desencuentros.
Se dice que Quito es una de las ciudades más bellas del mundo, designada como Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO, en 1978. Su estructura barroca y su diversidad cultural la han hecho merecedora de múltiples reconocimientos a nivel nacional e internacional. En este sentido, los programas de revitalización urbana, conservación arquitectónica y promoción turística han sido fundamentales para sostener el título de la Carita de Dios; aunque, cada vez, hay más lugares que se parecen a la Ciudad de Dios, de Zé Pequeño y Buscapé.
La historia y las memorias quiteñas están marcadas por la herencia étnico – racial de la colonia que se evidencia en la diferenciación social, y en la división territorial. La gestión municipal, históricamente, ha estado orientada a la “ciudad nueva, los problemas urbanísticos de los barrios populares que se formaban con la migración, eran resueltos por los propios pobladores, mediante mingas” (Kingman 2006, 225). A pesar de que Quito ya no responde a una división geográficamente polarizada entre un Norte “modernizado” y un Sur “atrasado”, sino que crece de manera dispersa. Es decir, “longos” y “aniñados” hay en todos lados, sigue siendo una ciudad dividida en habitantes legítimos e ilegítimos.
La ciudad crece de manera dispersa, pero la lógica siempre fue separarse de “esos otros”. El fantasma de lo urbano en Quito se presenta para recordar a sus habitantes que “no somos iguales”, que en un mismo espacio habitamos ciudades distintas. Esta exclusión simbólica no es más que la continuidad de los procesos de segregación física y espacial que han caracterizado a la ciudad que, a los ojos de las élites, se llena de “extraños” (Santillán 231, 2019).
Los espacios habitados por lxs extrañxs que se apropiaron de la ciudad, por lo general, han sido (re)adecuados por no presentar las condiciones básicas de habitabilidad. Según Bourdieu (1999), la fuerza simbólica de un espacio urbano deteriorado es capaz de marcar negativamente a quienes lo habitan. El discurso sobre una determinada zona influye en su construcción social y material. Hay barrios que nacieron precarios y que hoy cuentan con una infraestructura completa, y, sin embargo, el estigma persiste, está vigente y degrada simbólicamente a quienes lo habitan y éstos devuelven la deshonra.
Concuerdo con Santillán (2019) cuando afirma que los prejuicios y las etiquetas sociales generan sentimientos ambivalentes respecto del lugar que se habita. Si bien, por un lado, puede generar rechazo; por otro, se despliega una serie de estrategias que re – significan el barrio y a la gente que lo habita. El barrio, por ejemplo, puede entenderse como una categoría social/urbana que se caracteriza por condiciones materiales y simbólicas que determinan la experiencia de sus habitantes.
Las relaciones que se tejen en el barrio o las diversas necesidades y rutinas que en este se despliegan son procesos que subjetivan y crean significados, que hablan de la agencia y capacidad que los individuos para enfrentar o (re)significar ciertas determinaciones socio-espaciales. Nadie habla del patrimonio de los barrios populares, quizás porque no se ve o no se comprenden las manifestaciones culturales de la vida cotidiana en su interior. Todo lo que es vivo, lo que es parte de la memoria de la gente y merece ser recordado, es patrimonio cultural.
El patrimonio de los barrios populares es dialéctico, colectivo y está en constante circulación. Se forma a partir de la interacción social, de las contradicciones y las tensiones que caracterizan los modos de habitar/vivir de las personas. Es decir que la cultura está inmersa en la cotidianidad de los sectores populares, espacios que, por lo general, son de alta sociabilidad y presentan apropiaciones e identificaciones, en donde se (re) crean universos simbólicos, prácticas, relatos y demás procesos socio – culturales que revelan la heterogeneidad de la ciudad. Quien creció en un barrio sabe que está hecho de relatos/mitos sobre personajes icónicos como “el batracio” del lugar, “fumón”, “el más “bacán”, “el sabido”, “el peligroso”, “la vieja sapa”, “la puta”, “la santa”, etc. Formas y discursos que evidencian los vínculos e identificaciones positivas, negativas, difusas y ambivalentes de un lugar.
Los barrios populares, en la región, tienen rasgos comunes de formación y consolidación. La precariedad, la organización social y política, el desencanto, nuevas formas de agregación y de habitar, son ejemplos de los procesos que se han dado como una constante en el desarrollo de las ciudades; las hibridaciones y sincronizaciones culturales que las constituyen generan tensiones y diferencias entre los miembros de un mismo territorio, lo cual a su vez provoca nuevas formas de enfrentar el orden socio-espacial.
Frente a la deslegitimación de su pertenencia, lxs habitantes de los sectores populares y/o periféricos han desarrollado varias estrategias o soluciones simbólicas que sirven para reivindicar o (re)significar la visión estereotipada de la sociedad. Discursos como “en el sur la vida es más sabrosa”, o el relato del “ser sureño” o “ser de barrio” son parte del proceso de construcción cultural popular que marca simbólicamente los territorios urbanos, como lugares afectivos y de identidad, a veces positiva y otras no tanto.
Este conjunto de producciones y prácticas culturales con las que estos sectores manifiestan su presencia son el patrimonio vivo de las ciudades. Habitar un barrio implica variadas formas de uso y apropiación del espacio que van desde la indiferencia, la vergüenza, el menosprecio hasta el sentido de pertenencia, expresiones estéticas, deportes tradicionales y alternativos, jergas, entre otras formas que determinan el desarrollo de la cultura local.
Para convivir sin que la diferencia se convierta en un problema, es necesario construir puentes que permitan transitar a nuevos modos de comprender lo urbano en los barrios populares globalizados. También es importante ejercitar la memoria para renovar los sentidos del habitar y generar agendas que contemplen el valor del patrimonio en los barrios, el mismo que hace posible reconocerse como comunidad, que nos vuelve inteligibles; y, de alguna manera, subvierte ciertos determinismos e imposiciones de la vida.
Conversando, alguna vez, con un amigo sobre este tema, me dijo que en un barrio “hay empuje y hay herencia”. Este sentido de habitar los espacios populares, a partir de la consciencia de una memoria común, es el mayor patrimonio de las ciudades; la capacidad de domesticar un espacio (Giglia 2012) y de transformarlo en un lugar de vida (Augé 2009) da cuenta de la potencia de las subjetividades urbanas, de la creatividad y la resiliencia en los barrios populares.
por Pamela Ramón
Investigadora, comunicadora y antropóloga social