Existe en la actualidad un renovado interés por el trabajo realizado a mano, antagonista a la producción de objetos desarrollados industrialmente en cadena. La artesanía de oficio ha ganado un nuevo valor, donde el trabajo sostenible, la preservación de técnicas tradicionales y la expresión creativa popular, está siendo visibilizada y valorada en muchas más ocasiones. ―Aunque ciertamente, también existen excepciones en esta tendencia ―.
La estética y el profundo sentido cultural de las obras artesanales a menudo reflejan la realidad de las geografías, la cosmovisión y la relación simbiótica que tienen las comunidades con sus entornos. Por ello, cuando se habla de artesanía, se debe hablar con certeza desde la perspectiva de las personas que elaboran piezas que, a partir de sus manos y mentes, combinan creatividad, habilidad y conocimientos intergeneracionales y culturales que prescinden de procesos automatizados a gran escala.
Menciona Victoria Novelo que: “en materia de artesanía, admirar no es suficiente”, por lo que, en criterio compartido, es necesario, generar una reevaluación acerca del entendimiento y la percepción de las artes aplicadas y decorativas –conocidas también como populares– en el ejercicio de la práctica creativa dentro del Ecuador y América Latina ¿Cómo pueden comprenderse en sus contextos territoriales, plásticos y de creación? ¿Qué implica el desarrollo artesanal dentro de la economía de las comunidades? ¿Qué es la artesanía en el siglo XXI? El término “artes populares”, como normalmente se conoce a estas “formas de hacer” —-oficios núcleo del patrimonio cultural inmaterial de una comunidad—- derivan de una base sólida fundamentada en las tradiciones de antiguos saberes que, en nuestros días, reiteradamente comparte incluso escena con el arte contemporáneo en galerías, museos y bienales de todo el mundo.
En este ir y venir, es fundamental preguntarse por qué —-lamentablemente—- la mayoría de artesanos aún viven en el anonimato. Si partimos de la premisa de que las artes populares son igualmente artes aplicadas o decorativas, que cumplen con procesos técnicos diversos y que además incorporan a su propio entorno a nivel matérico y de conocimientos, entonces vale la pena cuestionar por qué “normalmente” estas personas no son nombradas junto a sus creaciones.
La autenticidad y la singularidad de una obra artesanal o artífice ―como también se pueden denominar, porque están hechas por una persona con especial conocimiento, maestría y destreza― ofrece al mercado lo que se plantea como “el valor de la diferencia”, aspecto que incorpora raíces milenarias con aportaciones artísticas, que es necesario apreciar y reconocer, con nombre y apellido.
Mientras que el arte suele ser apreciado por su valor histórico, estético y simbólico, la artesanía frecuentemente subraya junto a ello también la funcionalidad y la belleza propia de una cultura intrínseca. Las tensiones entre estos aspectos pueden llevar a interesantes debates que decantan en el reconocimiento de las personas que crean las obras en cuestión, examinando cómo estos elementos coexisten y chocan tanto en la práctica actual como a lo largo de la historia del arte.
Se debe entender que las artes populares son también un medio por el cual las comunidades se expresan, es una vía para compartir quehaceres comunes y sanar colectivamente, sanar en todo sentido. Porque no solo se trata de crear, se trata de prosperar con paciencia, dedicación y en la gran mayoría de ocasiones, con pasión; reconociendo el valor de lo cotidiano, de lo hecho en casa, con tiempo.
En esta realidad cada vez más dominada por la producción en masa y la uniformidad cultural, las artes populares actúan como un recordatorio de la riqueza inherente que posee la diversidad humana. Sin pretender caer en un romanticismo innecesario, es importante entender a cada obra, canto, danza, como un testimonio de la resistencia de la identidad ante la homogeneización global.
No se puede vaciar el tiempo de la experiencia humana y del proceso integral que conlleva la creación de cada artesanía que, individualmente, entraña una historia y esta, a su vez, la vida de una persona. En virtud de esto, se insta sensiblemente a mirar más allá de la gran cantidad de valiosa información levantada en estudios, registros y documentos varios, las memorias y los esfuerzos, en las negociaciones —en muchas ocasiones desequilibradas—, en las diferencias, en lo que significa ser portadores de conocimientos milenarios, seres de carne y hueso que se vuelven responsables del mantenimiento de antiguos procesos que sin ellos se extinguirían. Como sociedad empática es deber de todos y todas tener la conciencia necesaria y el respeto para consolidar, con nuestros actos, el cuidado de estos delicados conocimientos que identifican al artesano y la artesana como personas únicas e irrepetibles dentro de la historia de la humanidad.