La palabra cultura es una palabra cargada. Hablamos de cultura y de culturas. Sin embargo, se hace necesario redefinir que es lo que llamamos cultura. Cicerón es el primero en definir lo que llamaría cultura animi usando así un término que venía del cultivo agrícola para definir la creación de algo sustancialmente humano. Una de las definiciones de la enciclopedia digital de masas Wikipedia dice así: “Una dimensión y expresión de la vida humana, se realiza mediante la utilización de símbolos y artefactos, en los que hay un campo de producción, circulación y consumo de signos y como una praxis que se articula en una teoría”.1 El término ha sido utilizado por la antropología estructuralista desde Levi-Strauss y ha sido definido también por el marxismo entre otros movimientos y por supuesto por Michel Foucault quien sostiene que la cultura es una herramienta utilizada por los poderes hegemónicos para perpetuarse en el poder, por sobre las clases no dominantes. En última instancia, y, a mi modo de ver, la más importante, es la definición de cultura como continuidad de la naturaleza. Por esto propongo la postura de Philippe Descola de la que habla en su libro Más allá de Naturaleza y Cultura. En sus propias palabras:
En contraste al dualismo moderno, que depone una multiplicidad de diferencias culturales contra un fondo de naturaleza inamovible, el pensamiento Amerindio prevé el cosmos entero animado por un solo régimen cultural que se torna diversificado, si no por naturalezas heterogéneas, al menos por todas las formas diversas en que los seres vivientes se aprehenden los unos a los otros. El referente común para todas las entidades que viven en el mundo entonces no es el Hombre como especie sino la humanidad como condición.2
Por tanto, en este ensayo, me voy a guiar por esta noción de continuidad de naturaleza y cultura pues me sirve para sostener la siguiente premisa. En el siglo XXI no podemos seguir argumentando que sólo el ser humano es portador y creador de cultura. Si bien es cierto que el cultivo y dominio de la naturaleza ha sido lo que la humanidad pretende hacer desde hace siglos, hoy en día, en vista de una inminente catástrofe causada por la explotación sin pausa de los recursos de la Tierra, no podemos seguir considerando que solo nosotros humanos somos los únicos llamados a decidir por ella. Dicho esto, sostengo que aquello que se ha dado en llamar “industrias culturales” son una herramienta más del neoliberalismo capitalista que propone que toda manifestación, humana y no humana, es un producto a ser consumido y puesto a producir los más réditos posibles para bien de aquellos que detentan los medios de producción.
El ensayo de Theodor Adorno y Max Horkheimer titulado “La industria cultural. Iluminismo como mistificación de masas”, que fue publicado en 1947 en el libro Dialéctica de la Ilustración, describe los modos en que la cultura de masas, tanto en el fascismo alemán (del cual ellos huyeron) como en el capitalismo estadounidense (con el cual se conformaron en los años treinta), produce su propio sistema totalizado. La industria cultural (hablan de una industria que pertenece al sistema en general), cuyo objetivo principal es vender productos a través de los medios de comunicación, tiene una función claramente ideológica: inculcar en las masas al mismo sistema y asegurar su obediencia a los intereses del mercado.3 Esto significa entonces, como lo propone Foucault que la brecha inmensa que existe entre los grandes billonarios contemporáneos y el pueblo desposeído, seguirá creciendo exponencialmente con las implicaciones de inequidad violenta que eso presupone. Una de las formas que tiene esta propuesta neoliberal de “industrias culturales” convierte a los creadores, artistas de todas las manifestaciones, en pequeños e industriosos productores de su propia miseria con todo lo que esto abarca de injusticia social y económica, pues presupone de antemano que si uno o muchos no pueden convertirse en productores exitosos, será “porque realmente no han puesto de su parte”. La retórica neoliberal propone que cada persona es artífice de su propia riqueza, sin tomar en cuenta desde dónde la han construido, si desde cuna de oro (petróleo o banana) o desde la más profunda miseria: “depende de ti” dicen en su constante propaganda. Así parecerían gritarles los grandes empresarios a los artistas que con enormes deudas por la educación que se han costeado, o del taller y herramientas que pagan a crédito, tratan de abrirse campo en un mercado del arte casi inexistente en Ecuador, o migrando para ver si algo consiguen.
De acuerdo a la definición de la RAE la industria es la “[a]ctividad económica que tiene por objeto la obtención, transformación o transporte de productos naturales”.4 Entonces es una actividad esencialmente financiera. Siguiendo este cauce de pensamiento y juntando estas dos definiciones las industrias culturales son, pues, una actividad económica que tiene por objeto la obtención, transformación o transporte de productos naturales, en este caso, la dimensión y expresión de la vida humana, que se realiza mediante la utilización de símbolos y artefactos, en los que hay un campo de producción, circulación y consumo de signos y como una praxis que se articula en una teoría. Lo cual conforma en sí una tremenda contradicción. Si bien es cierto que la manera en que se realizan ciertos “productos naturales” (o culturales) puede asemejarse a una industria, digamos textil, su poiesis, su manera y su ser natural, el de la cultura y el arte, son esencialmente poéticos, y se asemejan más al cultivo dulce de la tierra que a una factoría que fabrica objetos a granel. El artista colombiano Andrés Matías Pinilla en su inspirador ensayo “Invocando el arte: espíritus-semillas. O de cómo hacer de la actividad artística una práctica de cuidado”, dice:

Al reconocer nuestras ‘obras de arte’ como espíritus-semillas, en lugar de simples objetos muertos o productos, introducimos un enfoque ontológico diferente que permite incorporar una dimensión de cuidado en la actividad artística; son cuerpos y están vivos, encarnan afectos y pensamientos, y, como tales, vibran, salpican y contaminan a otros.5
Se refiere también en el mismo ensayo a la alienación irrevocable que sentimos los artistas al ver que somos desechables para los poderes de turno si nos atrevemos a cuestionarlos y cómo se requiere de nosotros que nos conformemos con ser parte de la supuesta “industria” del arte y la cultura para que podamos vivir de nuestras creaciones.
La propuesta de “industria cultural” la hace el estado neoliberal capitalista con la intención de que cada sector vea por sí mismo y se haga cargo de su supuesta producción de riqueza individual, sacándose la responsabilidad que tiene un estado, en el que sus ciudadanos pagan impuestos, de velar por la salud, la educación y la consecución de los derechos de los mismos. Al invocar un espíritu de obra de arte y de cultura que exista antes, después y más allá de la mera fabricación y producción de bienes culturales, invocamos (me uno a Pinilla) la posibilidad de corazonar, esa palabra tan bella que implica razonar con el corazón, un cultivo del arte como espíritu-semilla habitada por una noción ampliada de continuidad entre naturaleza y cultura. Desde una noción perspectivista, hablando desde el léxico de Eduardo Viveiros de Castro, cada obra de arte y cada artista tienen su espíritu propio y su perspectiva y se convierten en una semilla que cultivada con dulzura y respeto pueden dar deliciosos frutos; estos sí propicios para alimentar vidas humanas y no humanas por igual. Para terminar en una nota intensamente conmovedora, hago una cita de Glauber Rocha, uno de los prominentes directores del Cinema Novo brasilero: “Una obra de arte revolucionaria debe actuar no solamente en una forma inmediatamente política pero también promover especulación filosófica, creando una estética del movimiento humano eterno hacia su integración cósmica”.6 Para que el arte y la cultura germinen no pueden ser puestos a producir en la banda transportadora de la industria, así las palabras “industrias culturales” suenen muy “cool” y muy “in”, es importante que el arte y la cultura mantengan su posibilidad de imaginar y proponer otros mundos y maneras de entender esos mundos. El potencial creativo de esa simbiosis naturaleza-cultura es imaginable desde la poética del cultivo y no desde la lógica de la fábrica.
por Ana Fernández Miranda Texidor
Doctora en Filosofía, Estética y Teoría del Arte
Artista visual
Bibliografía
- 1. https://es.wikipedia.org/wiki/Cultura ↩︎
- 2. Descola, Philippe. Beyond Nature and Culture. Trans. By Janet Lloyd. The University of chicago Prress, Chicago. 2013 ↩︎
- 3. Ver Adorno, Theodor W. y Max Horkheimer. Dialéctica de la Ilustración, Fragmentos Filosóficos. Traducción de Juan José Sánchez. Editorial Trotta, Madrid 1994 ↩︎
- 4. https://www.rae.es/diccionario-estudiante/industria#:~:text=industria%20%7C%20Diccionario%20del%20estudiante%20%7C%20RAE&text=1.,o%20transporte%20de%20productos%20naturales. ↩︎
- 5. Pinilla, Andrés Matias. https://artishockrevista.com/2025/01/14/invocando-el-arte-espiritus-semillas/ ↩︎
- 6. Neves Marques, Pedro. The Forest and the School, Where to Sit at the Dinner table. Essay by Glauber Rocha, “The Aesthetics of Dreaming”. Akademie der Künste der Welt ↩︎