Iniciemos con unas preguntas que dejen abierto el escenario hacia dónde queremos llegar con este texto. ¿Cuántos sentidos posibles y cuántos contextos aplicables puede tener el carnaval de la cultura? ¿Qué ocurre cuando la risa colectiva se convierte en un desafío al orden y a las estructuras del poder? ¿Es posible que, en medio del desenfreno de una fiesta, se abra un espacio donde las jerarquías se diluyen y lo cotidiano se transforma en extraordinario? ¿Hasta qué punto el carnaval es una herramienta que nos permite subvertir la realidad, al menos por un instante, y burlarnos de quienes controlan a la sociedad? Y, si el carnaval es la risa, ¿puede entonces ser visto como una forma agencial de sujetos subalternos para escamotear al poder?
A principios de agosto de 2024, estuve en el Teatro Sucre de Quito para la presentación del escrito escritor Hernán Casciari. Un espectáculo hilarante, una mezcla narrativa que fue de la risa al llanto y que, de un segundo al otro, te regresó a una carcajada imparable, de esas que solo se vuelve con tos y dolor de estómago.
¡No hay mejor carnaval que esa risa grosera, sonora y llena de libertad! Casciari es un genio porque pasa la realidad por un filtro gigante de relatos inventados que calzan perfectamente con la cotidianidad, pero también con la memoria.
Yo estaba tan extasiado que al final me compré uno de sus libros: El pibe que arruina todas las fotos. En la portada, una imagen de varios guambras, todos con buena postura y serias expresiones, excepto uno: Casciari, que aparece desafiante, con una mueca torcida y unos ojos desorbitados, retando al sistema sin dejar de ser parte de él, absorbido por la escuela, pero orgulloso de tener la capacidad de salirse de sus casillas con un lenguaje que sólo a él le pertenece, jugando con el tiempo, imprimiéndose en la imagen, robándose el show. ¡El guambra estaba hecho una fiesta! ¿Aquí, dónde está el carnaval? Diría que en esa risa grosera, jubilosa y cómplice que irrumpe el escenario para desestabilizar, por un instante, toda la estructura social.
Otro genio del sarcasmo literario es Juan José Millás, en un “librito” de casi 500 páginas (La vida a ratos), advierte, desde la cotidianidad, la emergencia de la ficción, entendiendo al inconsciente y sus desenfrenos como una amenaza incesante para revolver la vida con sus exabruptos, sin que por ello pierda su identidad, aunque por instantes se finja otra. De un rato al otro, en medio de fábulas y situaciones marcadas por la familia, los amigos y el trabajo, Millás lanza una duda que fija ese encuentro entre lo cotidiano y lo extraordinario: “¿En qué momento entró la realidad en mi vida y cuánta irrealidad se coló detrás de ella, disfrazada de lo que no era?”. Pregunto: ¿será acaso que cada que vivimos una fiesta, en su apogeo máximo, durante el éxtasis profundo de la libertad, en medio de la explosión beligerante del placer, irrumpe groseramente la realidad con su feroz rigurosidad? ¿Qué irrumpe a qué: el placer a la pesada y aburrida normalidad o acaso son el placer del carnaval y el goce extremo los que se afectan con la resaca amarga de la realidad?
He partido de estos magos de la palabra y la ficción, para entender que el carnaval es una mezcla bizarra donde la realidad entra en disputa con la locura, o una fanesca que abraza la existencia con una comedia explosiva de fantasía, o un estallido inconmensurable que no altera la estructura permanente de la sociedad, pero la perturba, aunque sea por un instante. Es decir, una fiesta esperada o no, con reglas y símbolos propios que marcan una identidad que se adhiere al calor de los tragos. Se trata de una celebración que, por todas las características que la definen, se contrapone a la regularidad del trabajo. Dice el filósofo Josef Pieper, citando a Platón, que la fiesta es “un respiro”, un día libre que está fuera de las preocupaciones de la vida servil.
Mientras Hegel, otro filósofo alemán, decía que la fiesta es lo opuesto a la “seriedad”, misma que era entendida como esa relación indisoluble entre trabajo y necesidad. ¿Qué sería de nosotros si no tuviéramos ese vehículo de desfogue para sortear la crudeza de la realidad, la presión del trabajo, la desazón de las tensiones políticas y económicas en un país tan lleno de desigualdad y agobiado por los gigantescos índices de inseguridad y desempleo, o las preocupaciones cotidianas de la familia propiciadas en gran medida por ese mismo Estado inerte que está a cargo de la administración de la cosa pública? Quizás la fiesta no alivia por completo esa presión, pero sirve de desfogue. Ahora bien, en una economía precarizada, con una tasa de empleo informal altísima (55,1%, según el INEC), para muchos las fiestas populares representan grandes oportunidades económicas; para otros, quienes tienen empleo formal, las fiestas pueden ser sinónimo de descanso o catarsis. De cualquier forma, puede estar relacionada con cierta salud económica y emocional de la sociedad.
Un enfoque antropológico del carnaval
La fiesta tiene una función social, no sólo de desfogue, sino también de integración social, de reproducción ideológica y construcción identitaria. Partiendo de los grandes representantes de la antropología clásica como Bronisław Malinowski o Radcliffe Brown, todas las actividades sociales cumplen un papel dentro del sistema integral de la cultura, y uno de ellos es reflejar cómo todos se relacionan al interior para cumplir un propósito colectivo, como, por ejemplo, participar en un desfile de carnaval coreando coplas de amor y desamor en la Sierra Centro.
De ahí la afirmación de Malinowski que lleva a considerar como “funciones vitales” a todo tipo de creencia, costumbre u objeto material. He conocido gente que vive para la fiesta, que concentra su energía y relaciones sociales, materiales y funciones biológicas para la concreción de la misma, y que trabaja todo el año para que esto se dé. Los reinados de carnaval, las jochas en las fiestas patronales de los pueblos andinos, los priostazgos y celebraciones del “Rey de Reyes” y los innumerables pases del niño en Chimborazo y Azuay, o los compadrazgos para los eventos religiosos, entre otros, son algunos ejemplos de la vocación que varios integrantes de las diferentes culturas ecuatorianas confieren a la exaltación y cumplimiento de la fiesta. El carnaval importa, y mucho, y muy probablemente se deba a ese mínimo espacio de catarsis que permite el poder.
Pero este carácter funcional y vital de un hecho social nos lleva a otro elemento indispensable, analizado por Emile Durkheim, en la concepción de la cultura que es la “interdependencia”. Cada uno cumple su rol y, en la totalidad de la acción social, todos dependen de todos para que suceda; esto implica pensarse en varias condiciones de posibilidad, tanto temporales como espaciales, productivas, reproductivas, económicas y políticas, para agenciar una festividad. Así, son necesarias distintas relaciones de reciprocidad al interior de la estructura que permiten la materialización de la fiesta, con lo cual se generan varios procesos vitales que aseguran el sostenimiento del organismo, es decir, de la cultura y sus manifestaciones.
De las fiestas populares nos quedan enseñanzas tan vitales como la dependencia colectiva para la realización: decenas de personas, en especial mujeres, gestionan la comida en ollas inmensas para alimentar a danzantes, anfitriones e invitados de las fiestas; otros, que arriman el hombro, ponen el discomóvil y los licores; otros, según sus propias especificidades, se encargan de los castillos de pólvora, de su compra, hechura, y quema, para inundar el cielo con luces y pirotécnica; mientras otros, más atrevidos y desenfrenados, se montan “la vaca loca” en la cabeza para hacerla estallar entre la gente; y ni hablar de músicos y danzantes. Esto indica que la vida es un carnaval que se construye en la interdependencia del placer colectivo.
¿Pero qué otros sentidos posibles están detrás de la cultura del carnaval y la fiesta popular? Sin duda, el simbolismo y las expresiones del poder que encierran las fiestas populares dicen mucho de los horizontes de sentido, los regímenes de verdad y los marcos de legibilidad que tiene la cultura. Desde dónde se construyen, cómo se sostienen y qué imaginarios se reproducen y transmiten son cuestiones que se leen en las celebraciones. Pieper habla de fiestas litúrgicas y fiestas mundanas, es decir que muchas de las celebraciones están atravesadas por la ideología, simbolismo y ritualidad cristiana, es por eso que el “miércoles de ceniza” no puede existir sin el carnaval, y así ambos están anclados a una institucionalización histórica y colonial de su desarrollo. Por tanto, el principal problema que se avizora de una festividad, según Piper, es que se discuta en qué modo debe celebrarse, a quién corresponde dar una fiesta, quién la controla y bajo qué cánones; puesto que ello definirá si la fiesta es sagrada o pagana.
Junto a la figura de la iglesia católica, está la enorme estructura del Estado y sus múltiples ramificaciones con los Gobiernos Autónomos Descentralizados. Para tener una idea, solo la Prefectura de Pichincha, tiene un catálogo bastante amplio de más de 30 fiestas tradicionales (cívicas y religiosas) de cada uno de los ocho cantones; fiestas que, de una u otra forma, cuentan con el auspicio de la institución, o son apoyadas para su realización, algo así como una forma patrimonializada de la fiesta popular, o bien como un intento de adherencia institucionalizada al placer colectivo de la fiesta.
En cuanto al carácter religioso, no es más que una latencia constante de la estructura social y la dinámica ritual de cada fiesta popular en las culturas latinoamericanas que han pasado por la huella dolorosa de la colonización. De ahí que muchísimas de las celebraciones populares de nuestro país están selladas y conferidas a algún santo o patrono de una ciudad o pueblo. Se trata de carnavales que explotan delante de la mirada, bendición y consentimiento del “señor de” o “nuestra señora de”. Es decir que algún santo o santa, en alguna iglesia, debe vigilar la bacanal que se despliega en los días de asueto. Da igual que sea “Jesús del Gran Poder”, “San Pedro”, “San Pablo”, “La Virgen de las Mercedes”, “San Miguel Arcángel”, o el que fuera. A cada pueblo su santo, y en su nombre se goza y celebra la gracia de existir y compartir; al final, con diablos y payasos, la vaca se vuelve “loca” frente a la iglesia central.
Victor Turner, uno de los representantes de la antropología simbólica, decía que en toda cultura existen ritos de paso que, por un lado, definen las transiciones de la vida en los integrantes de una sociedad; y, por otro, permiten desestabilizar temporalmente la estructura social. Por ello, aporta el concepto clave de “liminalidad”, el cual refiere a la transición de los participantes de un ritual. Durante la liminalidad o umbral, el orden y sus normas se alteran o se suspenden, consintiendo nuevas relaciones sociales. Adicionalmente, Turner introduce el concepto “comunitas”, que describe el sentimiento de igualdad que surge a raíz de la liminalidad.
Entonces, la fiesta popular o el carnaval pueden ser entendidos como ese espacio liminal, transitorio o pasajero donde la estructura se altera y genera un sentimiento de pertenencia que contrasta con la vida cotidiana. Así, en la liminalidad del carnaval, todos se sienten parte del grupo y se instalan en un ritual donde se mata y quema al chancho para la fritada, se lanza carioca, se unta harina en la cara, se toma trago y se cantan coplas. Es decir, que se trata de un proceso ritual con varias capas de significado.
Por último y no menos importante, según Mijaíl Bajtín, dentro de ese espacio desestructurado, el carnaval es visto como esa risa efervescente que se encarna contra el poder. La risa popular constituye una resistencia cultural que se escurre en el imaginario colectivo, o bien como una caricatura burlona que se hace frente a los vicios y excesos de los grupos que controlan el poder político y económico. Aquí tenemos a todos los arlequines, teatreros, trovadores, comediantes y ahora “standuperos” que día a día se burlan de los “nobles” gobernantes dejándolos en ridículo. El carnaval también es ese “año viejo” que se quema y patea; ese presidente deforme, desproporcionado y asimétrico que inunda las calles del país con frases irónicas de un testamento que no deja nada, ni sirve para nada; pero que, al menos por un día, revierte y descompone toda la estructura social y el texto de la vida. Al final, la risa es lo que cuenta, porque a la voz del carnaval, y de esto no cabe duda, ¡todo el mundo se levanta!
por Andrés Sefla
Antropólogo visual y comunicador