En tiempos donde las distancias se acortan con la tecnología, la circulación del patrimonio adquiere nuevas formas. La digitalización, la realidad virtual, la inteligencia artificial y las experiencias inmersivas están transformando no solo cómo accedemos al conocimiento, sino también cómo nos relacionamos con los saberes ancestrales, los objetos sagrados y las prácticas culturales que forman parte de nuestra historia colectiva. La tecnología, en este contexto, se convierte en un medio de transporte simbólico. Un canal que permite que ciertas experiencias —antes exclusivas del territorio donde nacieron— crucen fronteras, idiomas y generaciones.
Desde hace años he trabajado en la intersección entre comunicación, cultura y tecnología. Una de las preguntas que ha guiado mi práctica es cómo traducir, sin traicionar, la esencia de un ritual o de una práctica patrimonial. Cómo hacer que una experiencia cultural no se convierta en simple espectáculo al pasar por un filtro digital. Cómo evitar que lo sagrado pierda su dimensión al transformarse en “contenido”. Y, al mismo tiempo, cómo no quedarnos anclados en una visión rígida del patrimonio que impida su circulación, su relectura, su apropiación por parte de nuevas audiencias.

En esa tensión se inscribe Shaman Light, una experiencia inmersiva de realidad virtual que desarrollé para acercar el ritual de la limpia, practicado por pueblos originarios en la Amazonía ecuatoriana, a públicos de otras latitudes. La limpia es un acto de sanación profundamente simbólico, realizado por sabios ancestrales con elementos naturales, cánticos, y movimientos que buscan restaurar el equilibrio del cuerpo y del espíritu. Es una ceremonia de purificación donde el cuerpo y el alma se entienden como una unidad en desequilibrio, que debe ser armonizada mediante el uso de ramas, humo de tabaco, perfumes naturales, rezos y cantos ancestrales. Todo sucede en un entorno donde la selva no es solo un escenario, sino un ente vivo que participa del acto.
El acceso a esta experiencia en su contexto original no es sencillo. Llegar a una comunidad amazónica en Ecuador implica un viaje de varias horas por carretera, seguido muchas veces por tramos en canoa, atravesando ríos espesos y caminos selváticos. No hay garantía de encontrar electricidad, ni conectividad, ni condiciones logísticas cómodas para la mayoría de los visitantes. Esto, sumado al carácter sagrado del ritual, que no se realiza por entretenimiento sino por necesidad, hace que su vivencia esté limitada a contextos muy específicos.
Con Shaman Light, buscamos crear una experiencia respetuosa, que permitiera que ese saber ancestral pudiera conocerse más allá de la selva, sin poner en riesgo ni trivializar su esencia. Diseñamos un recorrido inmersivo donde el espectador se introduce en un espacio simbólico que emula la atmósfera del ritual. Utilizamos grabaciones de campo, texturas vegetales digitalizadas, cantos reales y animaciones 3D que evocan los movimientos y la energía del ritual. Todo fue validado en diálogo con sabios y sabias que conocen la tradición.
Llevar esta experiencia a Francia, al NewImages Festival, fue un gesto poderoso. En pleno centro de París, entre pantallas, luces y edificios de piedra, se abrió un portal hacia la selva. Personas de distintas edades y culturas se sentaron con el casco de realidad virtual, se sumergieron en la atmósfera del ritual y salieron conmovidas. Algunos hablaban de haber sentido una energía extraña. Otros, de haber recordado sueños. Para muchos, fue la primera vez que escuchaban sobre la limpia o sobre los pueblos amazónicos de Ecuador.
Esto fue posible gracias a la tecnología. Sin ella, el ritual no habría llegado tan lejos. No se trata de sustituir lo real, sino de ofrecer una posibilidad simbólica de encuentro. Una representación que, sin ser exacta, transmite una emoción, un significado, un universo. La tecnología permite que lo intangible se vuelva presente en otros contextos. Pero esto requiere método, respeto y un trabajo riguroso de traducción cultural.
Este tipo de proyectos abre la posibilidad de que prácticas tradicionales viajen más allá de sus territorios de origen. En vez de estar contenidas exclusivamente en un museo, en un archivo o en una ceremonia, pueden llegar a ferias, centros culturales, festivales de arte, universidades. Pueden ser vistas por quienes nunca pisarán la Amazonía, pero tienen el deseo genuino de comprender otras formas de vida. Pueden convertirse en herramientas pedagógicas, en puntos de encuentro intercultural, en detonantes de conversaciones necesarias sobre memoria, identidad y espiritualidad.
Sin embargo, estos procesos no están exentos de tensiones. Una de las más evidentes es la relacionada con el acceso. Crear una experiencia de realidad virtual o un proyecto de inmersión digital exige una inversión considerable. Se necesita equipo técnico, tiempo de desarrollo, licencias de software, mantenimiento de plataformas, capacitación de personal. A ello se suma el costo del acceso para el público: visores, dispositivos, conexión estable. Sin un compromiso real de las instituciones públicas o sin políticas de democratización tecnológica, estos proyectos corren el riesgo de ser accesibles solo para unos pocos.
En Ecuador, existen ejemplos esperanzadores. Algunos museos han comenzado a incorporar herramientas tecnológicas en sus propuestas curatoriales. El Museo del Pasillo, por ejemplo, ha instalado estaciones interactivas donde se puede escuchar y experimentar con la música tradicional ecuatoriana. Una de sus salas incluye sensores de movimiento para que los visitantes puedan “bailar el pasillo”, conectando su cuerpo con una tradición musical centenaria. Esta forma de mediación cultural genera vínculos más profundos, más emocionales, más duraderos.
Sin embargo, muchos de estos esfuerzos se ven limitados por la falta de continuidad. Las tecnologías, si no se actualizan y mantienen, se deterioran. Los equipos se dañan, los programas quedan obsoletos, los espacios se desconfiguran. Sin una voluntad estatal para sostener la infraestructura tecnológica y sin una estrategia de largo plazo, la innovación se vuelve efímera. Lo que pudo ser una oportunidad para ampliar la experiencia patrimonial se convierte en una experiencia frustrada o directamente inaccesible.
Otro de los desafíos es la representación. Cuando se utiliza tecnología para representar un ritual o una práctica ancestral, se corre el riesgo de simplificar, estetizar aquello que se quiere transmitir. La línea entre homenaje y apropiación es delgada. Por eso, cualquier intento de traducción tecnológica del patrimonio debe hacerse con respeto, investigación y, sobre todo, con participación activa de las comunidades portadoras. Ellas son las que deben validar, co-crear, supervisar y beneficiarse de estos proyectos. Sin su voz, cualquier experiencia inmersiva es solo una ilusión vacía.
En ese sentido, la tecnología no es ni buena ni mala. Es una herramienta. Su impacto depende de cómo, para qué y con quién se la utiliza. En el caso de Shaman Light, cada decisión de diseño fue tomada con la intención de honrar el conocimiento indígena. Desde la selección de colores hasta la ambientación sonora, pasando por la elección del ritmo y la duración de la experiencia, todo fue pensado para invocar respeto, no espectáculo. Lo simbólico fue más importante que lo literal.
La recepción del proyecto en festivales, universidades y centros culturales ha confirmado que existe un interés real por estas formas de acceso al patrimonio. Las nuevas generaciones, especialmente, buscan experiencias que les hablen en su propio lenguaje, que les ofrezcan un puente entre lo ancestral y lo contemporáneo. No se trata de entretener, sino de conectar. De crear encuentros significativos donde antes solo había distancia.

En un mundo marcado por la hiperconectividad, negar la posibilidad de que el patrimonio viaje es también negar su oportunidad de diálogo. Las herramientas tecnológicas pueden ser aliadas en ese proceso si se utilizan con responsabilidad y sentido crítico. Pueden abrir caminos hacia una comprensión más amplia, más inclusiva, más diversa de lo que significa heredar, proteger y compartir la memoria de los pueblos.
Pero para que esto sea posible, hace falta más que buenas intenciones. Se necesitan políticas públicas comprometidas con la innovación cultural. Se requiere financiamiento, formación, evaluación. Y, sobre todo, voluntad de construir una cultura tecnológica al servicio del bien común.
El patrimonio puede y debe circular. No solo en forma de objetos expuestos o textos explicativos, sino como experiencia vivida, compartida, sentida. Las tecnologías nos ofrecen esa posibilidad. Depende de nosotros hacerla realidad.
por Paulina Donoso Bayas
Artista XR