Era 2023. Estaba en una oficina ajena habitada por jovencísimas redactoras, diseñadoras, videógrafas y creativas —como soy freelancer, la propia es mi sala, mi escritorio o mi cama—. Términos como briefing, reunión kick off y backlinks zumbaban a través de mis audífonos.
Una agencia me había contratado para adaptar y corregir la publicación de casi 200 páginas de una entidad pública. Como suelo hacer cuando reviso los documentos ya diagramados, me senté frente al computador de la diseñadora y abrí InDesign. Empezaría a resolver los errores y erratas que siempre quedan después de mis primeras purgas en Word y de que los textos se colocan en la maqueta.
El trabajo dura un par de días si la diagramación es hecha por alguien con experiencia en diseño editorial: si las columnas de texto están alineadas, si los pies se corresponden con las fotos, y si no hay que volver a marcar con cursiva o negrita lo que ya se había marcado con negrita o cursiva. Otras veces dura mucho más; deben pescarse líneas viudas y huérfanas, espacios dobles, ríos, calles (y demás aberraciones ortotipográficas), así como oraciones mutiladas por cajas de texto muy estrechas, sangrías faltantes, interletrados que dificultan la lectura e inconsistencias entre la numeración de páginas y el índice.
Al ser una tarea que exige disociarse del entorno, era un problema que los audífonos no repelieran el lingo publicitario reverberante. Un problema que, sin embargo, me advirtió que Skynet podría pronto saltar de la Los Ángeles de la ciencia ficción a Quito, a mi ya precaria realidad de correctora de textos. El CEO de la agencia, que conversaba con dos empleadas en un escritorio no muy lejano, pronunció un nombre conocido que empezaría a respirarme en la nuca: ChatGPT.

—No sé… Hay que revisar márgenes, pies de foto, referencias… Y eso todavía no se ve en Word —dijo, preocupada, una de las jóvenes.
—Tranquila, lo pasamos por ChatGPT —respondió el CEO.
—Pero eso lo tiene que ver un corrector, se pueden pasar cosas important…
—Lo pasamos por ChatGPT, y vas a ver que queda pepa.
Gracias a mis audífonos baratos, supe que mi rol había pasado a ser desechable de un momento a otro: hablando de un proyecto editorial para un nuevo cliente, el CEO proponía que el trabajo que yo ejecutaba en ese mismo instante, a pocos metros de distancia de él, lo realizara, en adelante, una inteligencia artificial.
Aunque ChatGPT no es una IA como Skynet, sí amenazaba —y aún lo hace— con quitarnos encargos a los correctores. No porque ejecute tareas de apreciación lingüística con la solvencia de una persona formada para ello, sino porque en la región —y Ecuador es un excelente ejemplo— nuestro trabajo ya es infravalorado en el mejor de los casos y, en el peor, ni siquiera se contempla. Y eso ya se parece al apocalipsis; al financiero, al menos. Si entra en escena un software gratuito que, según quienes nos contratan, hace lo mismo que nosotrxs pero más rápido y más barato, las cosas se complican.
Es importante señalar que las herramientas tecnológicas para revisar ortografía y gramática existen desde hace décadas. A mediados de los ochenta, los softwares WordPerfect y WordStar las incorporaron en sus procesadores de textos. Por extensión, estas herramientas —que comparaban las palabras ingresadas con las de los diccionarios— también se volvieron parte de las labores de edición y corrección.
Cuando la autocorrección se introdujo en la versión 6.0 de Word, en 1993, la sombra de Skynet se cernió sobre el sector editorial: “Los escritores se quejaban de que perderían el control de sus textos —escribe Molly McCowan en The Surprising History of Spell Checkers, and What It Means for AI-Anxious Editors, un artículo publicado en Inkbot Editing—. Algunos incluso predijeron que se dejarían de contratar correctores profesionales”.
Sin embargo, esas primeras herramientas se convirtieron en algo que los correctores empleamos de modo automático. Y lo mismo empieza a suceder con las IA integradas en los procesadores de textos actuales, como la que permite que los escritos en Word se lean en voz alta para detectar repeticiones o cacofonías. Pero hay algo más de recelo —y preocupaciones de carácter legal y ético— cuando se trata de ChatGPT y Copilot, la herramienta en Word que utiliza modelos de lenguaje para simplificar la redacción, generar un borrador, resumir documentos e incluso unificar el estilo.
Si queremos ser críticos, y no solo celebrar todas las herramientas de IA pensando que no se diferencian de los correctores ortográficos del siglo pasado, entonces necesitamos, en primer lugar, mirar cómo se entrenan estos modelos (y digo “primer” porque la IA implica otras problemáticas, medioambientales por ejemplo, que no abordaré ahora).
“Somos testigos del uso no autorizado, no atribuido y no compensado del contenido periodístico para entrenar sistemas de IA”, dice Jan Braathu, de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa para la Libertad de los Medios de Comunicación, en un boletín de mayo de este año. Algo similar denuncian los artistas visuales con respecto a las imágenes generadas por chatbots como ChatGPT, Grok y MidJourney. “La extracción continua de nuestras obras para capacitar a la tecnología que compite de modo desleal con nosotros sistematiza el expolio y desalienta la producción original y su circulación en medios digitales —dice el ilustrador argentino Santiago Caruso en su Instagram—. Urge desarrollar una regulación que limite la toma indiscriminada de archivos fotográficos, pictóricos, audiovisuales, escriturales…”.
Ninguna de las reservas citadas parten del hecho de que la IA es relativamente nueva (lo resalto porque puede generalizarse y decirse que las tecnologías emergentes y disruptivas asustan o repelen a todas las personas). El problema medular está en los vacíos legales alrededor de los derechos de autor de las obras con que se alimenta a las IA, así como en la precarización de campos ya precarizados.
Con eso en mente, los gremios de correctores también se manifiestan. En 2024, UniCo, la asociación profesional de correctores de textos y asesores lingüísticos de textos en español, compartió un comunicado en el que se denunciaba la confianza ciega del mercado editorial en la IA. “Nuestro sector fue uno de los primeros en verse afectado por la introducción de herramientas informáticas basadas en la IA —se lee—. Emplean macrodatos para generar contenido, pero carecen de la capacidad de análisis crítico y contextual con la que los correctores profesionales llevamos a cabo nuestro trabajo”.
UniCo señala que los textos de las IA pueden contener incoherencias y datos falsos, en especial, si estas son vistas como expertos lingüísticos que reemplazan a los profesionales. También advierte que quien las utiliza renuncia a la confidencialidad: “El contenido pasa a manos de un tercero que puede usar esos datos para generar nuevos textos, lo que conlleva riesgos significativos”.
A pesar de las críticas que podamos tener (o no), los correctores sabemos que incorporar de forma ética estas tecnologías a nuestro trabajo es indispensable, pues moldean los mercados en que nos desenvolvemos. Es aprender o volverse obsoletos. En noviembre de 2024, la Asociación de Correctores de Textos del Ecuador (Acorte) organizó el Séptimo Congreso Internacional de Corrección de Textos en Español “Corrección e IA: retos profesionales de una nueva era”, con la participación de referentes de la región. Y el tema también se discute en otras coordenadas del sector, como la Escuela de editores y editoras 2025, organizada por la Subsecretaría de Industrias Creativas e Innovación Cultural de Argentina: la última capacitación del ciclo abordó los desafíos de la IA en el sector del libro.
Entonces, quizás Skynet no nos aniquile ni la Matriz nos engulla. Pero las IA sí presentarán dilemas más complejos según evolucionen. “En diez o veinte años habrá IA mucho más poderosas, y tenemos que pensar muy seriamente en cómo manejarlo —dice el intelectual Yuval Noah Harari en un video de su Instagram—. Estas no son solo herramientas en nuestras manos, son agentes que pueden tomar decisiones que no podemos anticipar”.

Tal vez la idea de que una IA más avanzada haga que los correctores nos volvamos redundantes me asusta menos que lo que pasa en el arte —aunque me divierte/aterra lo absurdo que es dejar a muchos humanos sin empleo para sustituirlos por tecnologías a las que rogamos que sean más humanas—. En cuanto al arte, no tengo resueltas muchas dudas ni repulsiones.
Además de ejercer la corrección, soy collagista; trabajo en análogo y digital, pero creo que lo crucial en ambos formatos no tiene que ver con el soporte sino con los procesos mentales que intervienen, en el caso del collage, al descontextualizar imágenes ya existentes y recombinarlas para establecer relaciones entre ellas y modificar sus significados. Pero ¿qué pasa cuando la IA saca esos procesos de la ecuación y reduce el arte a un prompt y su resultado? (que encuentro sintético y torpe, como los reflejos distorsionados de una casa de espejos).
Alguien que tiene muchas más luces sobre el tema es Luciana Musello, profesora del Colegio de Comunicación y Artes Contemporáneas de la USFQ. “Es una idea común sugerir que la IA, sobre todo en el campo artístico y creativo, es una tecnología neutral que depende del uso que le demos, y que tenemos que aprender a usarla bien en nuestros campos —explica—. Esta idea de la neutralidad, atada a la noción de herramienta, es problemática porque también sugiere que la IA es amoral, apolítica y que no tiene ningún tipo de sesgo”.
Pero sesgos tiene en abundancia, lo que implica que una fuerza sesgada incide en los cambios que la sociedad y las formas de expresión adoptan, así como en la precarización, muy veloz y sistemática, de los trabajos que nos sostienen. “La IA es una fuerza activa que le da forma a la sociedad y que redefine nuestra actividad aun antes de que le asignemos un fin —dice Luciana—. Con esto no quiero decir que la tecnología nos determina, pero sí que condiciona y orienta la acción de maneras específicas”.Con fortuna, el resultado será contrario al que vaticina mi pesimismo: seremos conscientes de esos condicionamientos. Y utilizaremos la IA en modos que no solo dejen sin empleo a muchas personas y alimenten a los intereses y poderes detrás de la tecnología, sino que no vacíen de contenidos (aún más) a las formas de expresión humanas.
por Marcela Ribadeneira
Escritora, correctora y collagista