¿Y por qué lloraste si no eran tus hijos?

En memoria de Josué, Ismael, Nehemías y Steven.
Por una vida dedicada a sanar desde la resistencia y la búsqueda de la verdad. Por un país dónde nunca más las infancias y las adolescencias sean perfiladas, criminalizadas, torturadas, destruidas, donde cada niño, cada niña, cada adolescente, cada ser humano sea respetado y tratado con dignidad. Donde nunca más una cajita viva de sueños vuelva a romperse.
En memoria de Josué, Ismael, Nehemías y Steven.
Por una vida dedicada a sanar desde la resistencia y la búsqueda de la verdad. Por un país dónde nunca más las infancias y las adolescencias sean perfiladas, criminalizadas, torturadas, destruidas, donde cada niño, cada niña, cada adolescente, cada ser humano sea respetado y tratado con dignidad. Donde nunca más una cajita viva de sueños vuelva a romperse.
“¿Y por qué lloraste si no eran tus hijos?”. Me preguntó mi hija, una niña de seis años apenas. Se refería al ritual que se organizó el pasado 7 de enero, a las afueras de la Fiscalía General del Estado (FGE), para honrar la memoria de Josué, Ismael, Nehemías y Steven, conocidos como los cuatro niños de las Malvinas. Cuatro niños y adolescentes afroecuatorianos, víctimas del autoritarismo, el racismo estructural y la desidia de un Estado incapaz de garantizar a sus ciudadanos el más básico derecho humano, el de la vida.
Le respondí con una sola palabra que explica ese sentir colectivo, que nos hermana en el dolor por la pérdida o que nos abraza en la alegría: Ubuntu, soy porque somos, una filosofía de vida de la África Negra que se ha extendido por el mundo entero a través de las diásporas.
El Ubuntu es empatía, le dije, es tribu, es conexión, es ese tejer de la memoria, es esa construcción afectiva de la negritud, es reconocernos en el otro. Por eso lloré, por eso lloramos, porque si tocan a uno de los nuestros nos tocan a todos. Y el 8 de diciembre de 2024 nos despojaron de cuatro inocentes vidas. ¡Nos mataron!
Por eso nos duele tanto la partida de los cuatro niños de Las Malvinas. No es la muerte como fin la causante de ese dolor, de esa furia, de esa impotencia, de esa indignación, es la forma y es el mensaje detrás del hecho, es recordar que para el Estado ecuatoriano los negros, los empobrecidos, las infancias y adolescencias racializadas, los ‘nadies’, somos desechables y desechados, es saber que esos cuatro niños fueron blanco del odio racista de la estructura que llamamos Ecuador.
Cuatro alientos que volvieron a los ancestros
Y aquella tarde del 7 de enero, en ese círculo, alrededor del altar, ese Ubuntu, ese soy porque somos, tomó vida. El compartir no solo el dolor por los niños, por nuestros niños, el juntarnos, abrazarnos, cantar, danzar, llorar, compartir una vela, un incienso, acordonarnos con el humo del palo santo, depositar flores, dedicarles y dedicarnos consuelo, creó esa energía viva para que nuestros niños trascendieran en paz y calma y volvieran a ser uno con nuestros ancestros y con los espíritus mayores.
Esa misma energía que nos sostiene y nos hace seguir alzando la voz, desde cada espacio posible, individual y comunitario, con megáfonos, micrófonos o solo nuestras gargantas, hasta que haya justicia, esa energía que minuto a minuto fortalece a esas tres familias fracturadas, a este pueblo negro dolido y resiliente.
Los despedimos con nuestros sonidos, con nuestros cantos, con nuestros ritos, rodeados de los suyos, de nosotros. Los arrullamos, nos arrullamos con ellos, para mantenerlos vivos en nuestra memoria, para no permitir que nos sigan matando.
Lo simbólico
Como afroecuatorianos, como descendientes de la África Negra, nos aferramos a nuestra identidad, a nuestras creencias y vivimos a través de ellas, y aunque lejos de la Mama África, llevamos un pedacito de la historia negra, de la historia nuestra en cada paso, en cada cántico y a través de cada expresión espiritual.
El altar es el espacio sagrado para abrir caminos y comunicación con el mundo espiritual. Es el centro de las energías vitales. Todos los elementos presentes en el altar simbolizan los cuatro elementos de la naturaleza y esa conexión que los pueblos negros tenemos con la tierra, la vela que simboliza el fuego y la luz, las hierbas, las flores son parte de la tierra, del renacer, de la vida, los azares hacen mención al agua y los instrumentos de viento propios de la negritud, al aire. La botella en la cabeza que es símbolo del equilibrio y fuerza de las ancestras y de las mujeres afrodescendientes.
Los muñecos negros, una representación simbólica de ellos, de los niños que dejaron este mundo y trascendieron hacia los ancestros, hacia los Orishas. Los enviamos a ritmo de arrullos y chigualos porque ellos ya no sienten dolor, racismo, tristeza, hambre, ya son uno con los espíritus mayores, ya no penan en esta existencia terrenal. Ashé por ese camino de luz ¡Ashé, pa’ sha!
por Alba Espinoza Rodríguez