
El acceso a productos artísticos se ha convertido en un acto cotidiano en el mundo digitalizado del siglo XXI. Basta con una búsqueda en internet para acceder a un sinnúmero de canciones, pinturas y películas. Se puede también dar un paseo por alguna ciudad y encontrar salas de cine, librerías, teatros y galerías. Es decir, existe una infraestructura y cadena productiva y logística destinada a la producción y distribución de bienes y servicios artísticos y culturales. En gran medida, la puesta a disposición de estos bienes y servicios y su consumo generalizado sucede por acción de las Industrias Culturales y Creativas (ICC).
Respecto del término ICC, la UNESCO advierte que no se lo aborde desde lo estrictamente “industrial”, sino más bien como la sumatoria de sectores de actividad organizada compuestos por las funciones necesarias para que los bienes, servicios y actividades culturales, artísticas o patrimoniales lleguen al público o al mercado. Es decir que, desde el punto de vista de la contabilidad nacional, las ICC engloban la producción cultural industrial y no industrial; simplificación que no deja de ser problemática tomando en cuenta una posible invisibilización conceptual a la heterogeneidad de modos y lógicas de producción que se manifiestan en el campo cultural.

Industria Cultural: orígenes y características
Sin embargo, en sus inicios el término de industria cultural estaba estrechamente ligado a la producción mecánica y la estandarización, dos elementos que definen lo industrial. Justamente, la Revolución Industrial fue la etapa en la que aparecieron y masificaron estos elementos, de modo que para ilustrar la dinámica de la producción en aquellos tiempos me gusta acudir como imagen a una de las primeras joyas del cine: “Los tiempos modernos” de Charles Chaplin (1936).
Esta obra maestra, cuyas imágenes transmiten el ritmo vertiginoso del capitalismo industrial anglosajón a inicios del siglo XX en la usina-panóptico, establece una crítica mordaz a la situación del obrero dentro de este sistema productivo. La actuación de Chaplin, además de genial, alude artísticamente con profundidad y con humor a la expoliación capitalista de la sociedad industrial moderna. Este icónico filme fue grabado en Charlie Chaplin Studios en Los Ángeles-California, en el distrito de Hollywood en Sunset Boulevard. Es decir, esta obra de arte crítica al capitalismo industrial fue producida -paradójicamente- en la naciente meca de la industria cultural norteamericana por excelencia. Desde distintas propuestas las artes plásticas a inicios de siglo XXI también retrataron la sociedad industrial y su modo de producción. En obras como El mecánico (1920), Fernand Léger utiliza formas geométricas y colores brillantes para representar figuras humanas que parecen integradas en entornos industriales, casi deshumanizadas y aludiendo al progreso. En la antípoda, los muralistas mexicanos denunciaron a través de sus trabajos la llegada del tiempo industrial a nuestras latitudes americanas. Diego Rivera, en los Murales de la Industria de Detroit (1932-1933), retrata el esfuerzo físico de la labor obrera, imagen que recuerda a las escenas de Chaplin atrapado entre los engranajes en Tiempos modernos.

Históricamente, el inicio de la producción industrial de la cultura data de mucho antes de las revoluciones industriales – la de la máquina de vapor entre 1760 y 1840 y la de la electricidad entre 1880 y 1914. El parteaguas histórico de la producción en serie de la cultura se ubica en el siglo XV con la invención de la imprenta por parte del orfebre alemán Johanes Gutemberg, que permitió la reproducción masiva de escritos y amplió las posibilidades de acceso a estos contenidos. Una ampliación siempre condicionada a las condiciones sociales tomando en cuenta que hace seis siglos era únicamente una pequeña parte de la población la que podía leer, igual que hoy, el acceso a la cultura está en realidad limitado por barreras económicas y culturales.
Entonces, la reproducción del arte y de la cultura puede ser analizada desde diferentes ópticas. Una de ellas alude a la posibilidad de incrementar el acceso a la cultura y de romper el determinismo en torno al consumo del arte por parte de las élites. Otra, se concentra en advertir el riesgo de banalización de la cultura y de su captura por los poderes dominantes/el statu quo. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936) es el ensayo icónico del filósofo Walter Benjamin, en el cual a partir del análisis de la posibilidad de una obra de arte de ser copiada o multiplicada mediante medios tecnológicos, plantea cómo ésta ha alterado su naturaleza y su relación con la sociedad, sometiéndose a una pérdida del “aura” de la obra (lo singular e irrepetible) y consecuentemente también de su politización.
El aura artística y alienación social: la crítica a la industria cultural
Las disyuntivas establecidas desde entonces entre la producción en serie y las promesas de democratización de la cultura han estado en el centro de debate. La crítica de la Escuela de Frankfurt – de robusta producción intelectual alrededor de la primera mitad del siglo XX- perdura en el tiempo como referente universal al cuestionar el rol que la cultura en serie provoca en las sociedades: la estandarización en la producción perjudica la originalidad. Bajo este enfoque, el término “industria cultural” se utiliza de forma peyorativa.
La Escuela de Frankfurt amplió su crítica: la mercantilización de la cultura priorizará el beneficio económico a la dimensión simbólica, la reproducción de la cultura provoca que su consumo sea pasivo e innecesario al igual que cualquier otra mercancía adquirida por pulsiones consumistas, la cultura se convierte en herramienta de control por parte de los centros de producción hegemónica, las periferias pierden progresivamente los rasgos de identidad cultural y la diversidad fenece frente a la homogeneización del “mainstream”.
Uno de mis ejemplos favoritos para ejemplificar la “reproductibilidad técnica” de una obra de arte -aunque ya un tanto demodé para la generación centennial– es la historia del filme Star Wars (La Guerra de las Galaxias, para quienes la conocimos en los años ochenta del siglo anterior). George Lucas produjo una trilogía de películas que para toda una generación constituyó una obra de arte de culto, un tratado filosófico-político sobre la democracia y el retrato del imperialismo utilizando los mejores efectos especiales vistos hasta entonces en la gran pantalla. Cuarenta años después, la industrialización de esta propuesta sigue generando ingresos y beneficios para los actuales propietarios de los derechos de la obra: hemos visto una segunda saga de películas, y luego otras más que hasta hoy en día suman once, se han producido series y videojuegos asociados al producto, merchandising de todo tipo e incluso hemos podido encontrar las figuritas de Star Wars en las cajitas felices de Mc Donalds. Con este bombardeo comercial se crean nuevos referentes culturales, como fue el caso de la popularización global del personaje Baby Yoda de la serie The Mandalorian de la plataforma Disney+ . ¡La obra de arte que se desnaturalizó convirtiéndose en mina de oro!

la vanguardia en Occidente, junto con otras cuyo campo de desarrollo es también la tecnología y el conocimiento como Tesla, lo que se ha denominado como la era del capitalismo cognitivo.
Las ICC contribuyen aproximadamente con un 3.1% al PIB mundial, generando ingresos cercanos a los 2.3 billones de dólares (UNESCO, 2022). Cada vez resulta más difícil calcular el aporte de las economías creativas, pues no solamente son un sector que se expande constantemente, sino que también existe una importante participación de economía informal. Antes de la pandemia, el sector creció a una tasa anual promedio del 7%, posicionándose como uno de los más dinámicos en la economía global.
Aunque la crisis del COVID-19 generó una contracción significativa, con pérdidas de ingresos estimadas entre el 20% y el 40%, el sector ha mostrado una recuperación desigual impulsada por la inversión en transformación digital. En términos de empleo, las ICC generan más de 30 millones de puestos de trabajo a nivel mundial, representando aproximadamente el 6.2% del empleo global (UNESCO, 2023) y se destacan por ser importante fuente de oportunidades para la población joven.

Tanto por su dinamismo económico, como por su dimensión simbólica, las ICC -y más ampliamente, la cultura- son elementos estratégicos en la geopolítica global contemporánea. Uno de los ejemplos más representativos es que el modelo hegemónico norteamericano se ha sustentado también en lo cultural y en la promoción de la cultura mainstream, lo que en su momento se denominó el American Way of Life o El Sueño Americano. Estos fenómenos fueron muy bien retratados en el libro de investigación Cultura Mainstream. Cómo nacen los fenómenos de masas (Martel, 2011).
El sistema industrial de la Silicón Valley es hoy en día la principal fuente del softpower gringo y sus tentáculos ya son deliberadamente expuestos en la reciente llegada al poder del estrambótico presidente Donald Trump, asesorado por el nuevo arquetipo del capitalismo global, el magnate libertario Elon Musk. La cultura de masas se reproduce vertiginosamente a través de los dispositivos electrónicos del planeta instalado sus imaginarios y valores, lamentablemente cada vez más reaccionarios: el saludo nazi de Musk en la posesión de Trump o el negacionismo de ambos ante el calentamiento climático son ejemplos hoy ineludibles para cuestionar -en palabras del del pensador francés Eric Sadin- La silicolonización del mundo. La irresistible expansión del liberalismo digital (Editorial Caja Negra, 2018).
Industrias culturales a la ecuatoriana
Para un país pequeño y periférico como el Ecuador, las industrias culturales representan tanto una oportunidad como una amenaza. Nadie puede desconocer la importancia de la producción industrial de la cultura para exponer el caudal creativo de un país y tampoco las posibilidades de activación de engranajes económicos alrededor de las ICC, pero tampoco se puede ignorar la amenaza que el extractivismo cognitivo y la cultura de masas dominante y – mayoritariamente importada- representa para diversas las culturas locales. Recordemos que las palabras intercultural y plurinacional habitan aún el primer párrafo de nuestra constitución, y por tanto es un mandato común que perseguir.
La voluntad de desarrollo local de las ICC debe por lo menos tener en cuenta que el escenario global no es necesariamente favorable -en el capitalismo frecuentemente el pez gordo come al pez pequeño, o lo que es peor aún, impide/boicotea su nacimiento/crecimiento- y que sí efectivamente la industria llega a consolidarse no debe anular o a su vez fagocitar la cultura no industrial, que es mucha y vital para todxs.
Este es el rol que debe tener en cuenta el regulador que es el Estado. ¿Cuál es la acción que recientemente han tenido nuestros países en América Latina en el campo de las ICC? ¿Qué perspectivas tienen los sectores de actividad relacionados con la creatividad en Ecuador? ¿Cuál es el equilibrio para un robusto desarrollo de las ICC de locales que no atente a las expresiones de la diversidad cultural? Algunas de las inquietudes a estas preguntas deberían ser respondidas a través de la Política Nacional de Fomento a sus Industrias Culturales y Creativas1, expedida a inicios de este año. Quizás en una próxima oportunidad podamos utilizar este espacio para esbozar un análisis al respecto.
por Pablo Cardoso
Doctor en Economía
Director del Observatorio de Políticas y Economía de la Universidad de las Artes
Bibliografía